Hay mucha belleza en Qatar, pero no está en sus rascacielos, ni en sus fastuosos shoppings ni en los barrios de lujo erigidos sobre islas artificiales. La belleza se despliega en el mercado, cuando las tiendas van desplegando su colorido de toldos y baratijas a medida que el bullicio de los curiosos se convierte en la banda de sonido de la mañana. La belleza radica en la marcha tranquila y medida de un anciano que llega a la mezquita para su plegaria de la siesta; la belleza de esa devoción con la que afirma al paso: “el Islam, amigo mío, es paz”. La belleza está en esos trabajadores que hacen un alto en plena madrugada para saborear sus karaks humeantes (té, leche condensada y cardamomo), mientras ríen y añoran a las familias que quedaron lejos, a miles de kilómetros. Sí, hay mucha belleza en Qatar, tierra de profundos contrastes a la que se puede amar o rechazar con el mismo fervor.
No he visto atardeceres más bellos. Qatar los regala a eso de las cinco. El sol va depositándose en el horizonte y se torna gigantesco, un disco perfecto que por momentos es rojizo, después naranja y luego carmesí. Esos minutos quitan la respiración y cuando el sol se ha marchado el tiempo suspendido vuelve a ponerse en marcha. Presenciar una puesta de sol en Qatar vale el precio del boleto, y si es en el desierto cualquier deuda está justificada. La experiencia del desierto, lo atronador de su silencio absoluto, las dunas infinitas, alcanza el clímax cuando el día se termina. Tanto se ha escrito, tanto se ha dicho sobre lo que el desierto provoca, y nada se compara con la sensación de tomarse un respiro, hundir los dedos en la arena y mirar para adentro. Puede que las respuestas a muchas preguntas se revelen. No pregunten por qué. Hay fuerzas ancestrales allí, energías, sensaciones de una belleza única.
Hay una plaza en Doha llena de puertas. Muchas puertas, algunas abiertas, otras herméticas, algunas de colores. Puertas desparramadas entre marcos blancos y refulgentes. ¿A quién se le habrá ocurrido la idea? El espacio urbano de la ciudad propone muchas de estas inquietudes. Tal vez sea una simple cuestión estética, tal vez haya algo más. Cada vez que pasamos por esa plaza pensamos en las puertas de la percepción, en Aldous Huxley y en Jim Morrison. Hablamos del tema, pero nunca encontramos el momento para detenernos y cruzar esas puertas. ¿Qué habrá del otro lado? ¿La habitación de un niño que teme alguna visita espantosa, como funcionaban aquellas puertas de “Monster Inc”? ¿El paso a otra dimensión, ahora que están de moda los multiversos? No terminamos de sacarle la ficha a la plaza de las puertas y esa es una victoria de quien la haya imaginado.
Al norte de Qatar hay un fuerte llamado Al-Zubara, pero no lo hemos conocido. Tampoco hemos visitado los manglares de Al Kohr, un ecosistema rebosante de verde, pájaros y cangrejos, insólito dentro de este país minúsculo y dominado por el desierto de punta a punta. Los qataríes aman los caballos, que lucen blanquísimos y siempre bien alimentados. Hay mucha literatura sobre el tema: cómo cuidarlos, cómo hablarles, cómo mantenerlos felices. Uno de los libros más llamativos que hemos encontrado -en un país con una industria editorial casi inexistente- se llama “Caballos de Qatar”. Son cientos de páginas de fotos y más fotos. Una belleza. Y también hay belleza en el andar cansino e inagotable de los camellos, como si vivieran en un mundo aparte, abstraídos del bullicio de las calles o del abrasador solazo del mediodía en el desierto.
Ese Qatar ancestral, histórico, bello en su esencia, se estrella contra la realidad política y económica. Porque Qatar es, básicamente, el feudo que administra una familia, los Al-Thani. Un feudo multimillonario desde el descubrimiento de los yacimientos de petróleo y, sobre todo, de gas. Tan rico que los ciudadanos qataríes no necesitan pagar impuestos. Y como en todo feudo el que manda es el señor, en este caso el emir Tamim bin Hamad Al Thani. Como Luis XIV, el emir tiene todo el derecho de afirmar “el Estado soy yo”. Lo hizo su padre, algún día lo hará alguno de sus hijos. No hay en Qatar participación ciudadana, mucho menos instancias de vida democrática, no existe lo que conocemos como opinión pública. No hay libertad de expresión, ni se permiten los partidos políticos. Hablar de tolerancia a la diversidad ya es cosa de ciencia ficción. Hay censura. La sociedad qatarí vive doblemente disciplinada: por ese Gran Hermano orwelliano que representa el emir, cuya imagen omnipresente remite a los más clásicos totalitarismos, y por los mandatos religiosos que los imanes recuerdan a los creyentes en las mezquitas. Hay una cada tres o cuatro cuadras.
Lo que mueve a Qatar es el dinero. Dicen que es tanto que el emir no sabe qué más hacer con él. Entonces construye edificios y barrios, repletos de departamentos y de casas vacías, a la espera de que algún día alguien las ocupe. Construye islas ganándole terreno al mar, contrata a los mejores arquitectos para que construyan torres, construye universidades, construye parques de un césped inmaculado, construye sistemas para llevar el agua que sus antepasados tanto anhelaban a donde haga falta. Construye una clase media todavía en pañales, en el afán por occidentalizar su país. Porque esa es una de las obsesiones de Qatar: copiar a Occidente, emerger a imagen y semejanza de Miami, de París o de Londres, ser la nueva Venecia. Convertirse, a fuerza de inversiones, en un centro de poder financiero. Los señores feudales qataríes, como aquellos que en la Edad Media financiaban las cruzadas, se han propuesto vestirse de generosidad.
Para eso Qatar teje alianzas, intenta despegarse de las sospechas sobre financiamiento del terrorismo, galvaniza su relación con Estados Unidos, abre los paquetes accionarios de sus empresas como anzuelo en el que pican las multinacionales. Qatar anhela que el mundo la descubra y por eso gasta 200.000 millones de dólares en la organización de un Mundial de fútbol, deporte que a los qataríes no les interesa en lo más mínimo. Para este Mundial que ya se termina levantó estadios de fábula, con la promesa de que jamás serán elefantes blancos, y decidida a seguir construyendo, puso en funcionamiento tres líneas de subterráneo que, se sospecha, nadie utilizará de aquí en adelante. Tal vez en el futuro, dentro de muchos años, si a Qatar los turistas empiezan a llegar. No lo hicieron para el Mundial: esperaban dos millones de visitantes y fueron muchos, pero muchos menos.
Este Qatar no funcionaría sin el trabajo de los inmigrantes. Representan el grueso de la población: de 2,7 millones de habitantes, 2,4 millones son extranjeros. Los menos son profesionales, técnicos, académicos que arriban a Doha con un plan clarísimo: quedarse tres o cuatro años y regresar al hogar con los bolsillos llenos de dólares. Conforman ese intento de armado de una clase media próspera que el Gobierno persigue, y por eso los tienta con puestos en el comercio, la industria, la cultura y la educación. “Nosotros no nos metemos con ellos y ellos no se meten con nosotros”, afirman estos ciudadanos pasajeros, para quienes la integración con los “locales” no forma parte de lo posible.
Pero la enorme mayoría de los inmigrantes se emplea en el área de servicios. Trabajan en los pozos de petróleo, en los yacimientos gasíferos, en la construcción; atienden los negocios, manejan taxis, barren las calles. Escapan de la pobreza extrema de sus hogares en Asia o en África para ganar sueldos bajísimos, viviendo hacinados y sin gozar de ninguna clase de derechos laborales. A esos salarios los giran, casi intactos, a sus familias. Porque a nadie se le ocurre traer a su mujer o a sus hijos a Qatar, los que vienen son hombres; algunos jovencitos, casi adolescentes, otros maduros y con las marcas de la vida visibles en la manos y en la mirada. Por eso este es el país con la menor cantidad de mujeres del mundo en la proporción poblacional: representan menos del 25% del total. Hay una mujer cada tres hombres.
Que Qatar cuente con uno de los mayores ingresos per cápita de la economía global no implica que la desigual distribución de esa riqueza no se ajuste a parámetros tercermundistas. Es uno de los tantos contrastes que el país no puede disimular, por más planes de grandeza que el emir y su gente tracen a caballo de una billetera formidable. El propio Joseph Blatter, factótum junto a Julio Grondona de este torneo, confesó hace algunas semanas que fue un error haberle adjudicado la sede mundialista a Qatar. La FIFA de Gianni Infantino se bañó en dólares y ya se apresta a levantar sus tiendas, así como los beduinos lo hacían cuando la tarea estaba cumplida y debían seguir viaje, siempre en la búsqueda de un oasis.
Hay belleza en Qatar, claro que sí. Sus museos son maravillosos, su gastronomía -el cordero, sumergido en arroz bashmati, que se desarma como un almíbar-, su bahía plácida, cruzada de a ratos por algún barquito de madera; sus perlas, la que le dieron fama en épocas que ya parecen remotas. La belleza de la que el visitante despierta, sacudido, por esa otra cara rígida, nada amable, como un rictus, del país que Qatar decidió ser.