Cierren el estadio. Basta. ¿Qué más quieren después de esto? Ya lo vimos, lo contaremos un millón de veces. Cierren el estadio y díganle a Leo Messi que ya está, que muchas gracias, que se vaya a descansar de una vez. Y pregúntenle, de paso, de qué planeta vino. Cierren el estadio porque van 3 a 0 y el partido está definido, pero sobre todo porque ahí, en la cancha, se produjo la epifanía futbolera. Cierren el estadio porque el mundo se paraliza durante un mes para emocionarse y, con suerte, corroborar que la magia existe. Y la magia, en esta noche de Lusail, brotó de la varita méssica. Cierren el estadio, gritan en las tribunas; eso no fue un gol, fue un abuso de talento y de amor por la pelota, y después de semejante regalo de arte puro ya no hay más que decir.
Pero Messi jamás permitiría que el estadio se cierre. Nació para abrirlo, para correr el telón y para protagonizar el show. Es boletero, acomodador y estrella de la película. Las cosas son así. Messi captura la pelota por la derecha y seguramente frenará y tocará atrás. No hay manera de que pueda superar al enmascarado, ese ropero llamado Gvardiol que -dicen- pronto será el mejor defensor de Europa. Pero, ¿qué hace Messi? ¿Por qué pica, para qué emanciparse del circuito de toque si va a terminar encerrado junto al banderín del córner? ¿No se da cuenta de que esta patriada que está intentando no tiene sentido? Bueno…, perfecto, se metió al área, ahora sí, a volver y empezar de nuevo. Porque sería insólito que intente girar y dejar al camión con acoplado atrás... Pero, ¿qué hace Messi? ¿Se escapó? ¿Es real lo que está pasando?
Nadie se da cuenta, pero hace un puñadito de segundos las respiraciones se han cortado. También las voces. En el estadio Luseil el tiempo ha quedado suspendido. El rush de Messi desafía los principios de la física, la cuántica y la que enseñan en los colegios. Hay un efecto contagio colectivo, como si casi 90.000 personas estuvieran soñando lo mismo. El despertar es mezcla de grito y de inspiración, del aire que finalmente llena los pulmones para salir de todas las formas imaginables. Mientras corre, finta, lleva la pelota pegada al botín, soporta la marca, frena, gira y le dice con la mirada a Julián “tomá, hacelo”, Messi ha hipnotizado al Mundial, lo que equivale a dejar en trance al mundo entero.
Argentina jugará el domingo la final y Messi, que ya lo sabe, se ríe como un chico cuando le tiran un pelotazo mientras volvía del off-side. Otra vez, como en 2014, Messi pasará caminando a centímetros de la Copa. ¿Se animará a mirarla? Hay un equipo muy bueno que lo respalda y esa es una noticia enorme. La Scaloneta acaba de brindar una función de solidez, de concentración, de compromiso, y también de juego. Traicionó su esencia de ganar sufriendo y esa es otra de las conquistas que se le agradecen hasta el infinito. La Selección gozó el partido, incluso cuando iban 0 a 0. Lo gozó porque una semifinal mundialista es un disfrute reservado para poquísimos y lo gozó porque terminó goleando.
Entonces, en cada foto de este martes inolvidable Messi no está solo. Siempre, siempre, el que aparece a su lado es Julián. Merece su propio espacio, ya habrá tiempo. Messi y Julián reeditan aquella imagen de un pasado remoto, de cuando Messi ya era Messi y Julián un chiquito que lo miraba extasiado. Ahora se buscan, se aprietan en abrazos interminables, una dupla de impensados compadres de esta aventura mundialista. Julián puso su carrera en modo ultratop definiendo nada menos que el pasaje a la final de la Copa y el que lo congratula frente a la audiencia global, el que le brinda la definitiva bendición, es su ídolo. Un Messi de carne y hueso, Julián no puede creerlo, mira al cielo. Cuántas historias juntas y en apenas 90 minutos, por Dios.
Las pantallas del estadio enfocan el banco y Aimar, el hombre de lágrima fácil, se tapa la cara. A su lado, Scaloni mira el partido con la sensación de que le sacaron una tonelada de los hombros. Un rato después, mientras su equipo ataca, Zlatko Dalic se acerca al corralito y felicita al DT argentino. Croacia ya no tiene chances de cambiar el curso de un partido que había encontrado su dueño a los 33 minutos del primer tiempo. Messi ha dejado en claro que Livakovic no es infalible cuando le patean un penal, mucho menos si se trata de un balazo que busca el ángulo. Después Julián hará lo suyo para estirar la cifra, cruzando media cancha al galope y llevándose todo por delante. Se entiende la emocionalidad de Aimar, el futbolista que más ha admirado Messi. Aimar es un símbolo.
Y pensar que casi no hay tiempo para celebrar porque todo viaja rapidísimo y para la final no faltan días, sino horas. Pero dejemos que el miércoles sea de fiesta. De los jugadores con su familia, con el ritual del asado, con el urgente descanso. De los miles de argentinos que hicieron malabares para pagarse un viaje carísimo a Qatar. Y de un país que vibra con esta Selección desde el primer partido, que la acompaña, que confía en ella, y que tanto necesita motivos para compartir una alegría genuina y en paz. Que sea un miércoles de gente contenta pura y exclusivamente por lo que el fútbol nos produce, nada más. De la hinchada de 48 millones y de los jugadores.
Avanza la madrugada sobre Doha y, ahora sí, están cerrando el estadio. Pero no ha quedado vacío. En esa franja de la cancha por donde Messi transitó en puntas de pie mientras construía esa maravilla con forma de gol hay una energía que de ninguna manera se disipa. Continúa flotando sobre el césped, seguramente seguirá allí el domingo, cuando franceses o marroquíes salgan a precalentar. El aura de Messi no sólo lo rodea; también va desprendiéndose, de a pedacitos, y fijando domicilio en cada una de esas praderas en las que hubo magia de la buena. Pensándolo bien, cierren el estadio si quieren. Total ese gol, esta noche, quedarán ahí para siempre.