Cuatro sillones se disponen, como si fuera un ring-side, en torno a un cerezo en flor. A la derecha, una empleada plumerea el escaparate de Dolce & Gabanna. Un poco más allá, una pareja de mexicanos hace cuentas mientras relojea la vidriera de Bulgari. Es mediodía y a Villaggio la gente va llegando de a poco. Dos chicos se decepcionan por los horarios de “Black Panther: Wakanda Forever”. Quieren ver la película en IMAX, no en pantalla común, pero faltan varias horas para la próxima función. Los padres los tironean hacia el sector de juegos, más bien un parque de diversiones en miniatura llamado Gondolandia, con una montaña rusa que vuela de acá para allá sobre las cabezas y cuyo pasaje -a cambio de un puñado de emociones- cuesta alrededor de $ 4.000.
Villaggio es uno de los shoppings emblemáticos de Doha, pero aunque en esencia se trata de un templo del consumo prefiere promocionarse de otra forma. Como cada mall en Qatar, Villaggio sostiene que no abre sus numerosas puertas para vender productos, sino para regalar experiencias. Una forma moderna y elegante de disfrazar la voraz succión de billeteras y de tarjetas de crédito que hace a su razón de ser. Si en estos tiempos está de moda “vivir experiencias”, ¿por qué no lo sería la milenaria costumbre del intercambio (en este caso de dinero por cualquier clase de mercancías)? Villaggio subraya que, por ejemplo, comprar una camiseta de la Selección nacional en su FIFA Store es “una experiencia”. Pues bien, durante el Mundial hay mucha gente experimentando, pero en este rubro los argentinos se dedican más que nada a mirar. Vendría a ser una experiencia visual.
En su afán por parecerse a los vecinos Dubai y Bahrein, durante los últimos años Qatar destinó muchísimo dinero a la construcción de shoppings y los tuvo listos e inaugurados antes del Mundial. Hay demasiados, más de los necesarios para una población tan reducida. ¿Qué sucederá con ellos dentro de pocos días, cuando la Copa sea un recuerdo? Gigantescos, lujosos y saturados de locales de las marcas más exclusivas, los shoppings dejan una sensación similar a la de los estadios. Una inversión multimillonaria enfocada a satisfacer cuatro semanas de ajetreo internacional- ¿Y después? ¿A cuánto puede trepar la facturación de tantos malls cuando sólo quede en Doha la escasa población local, por más alto que sea el ingreso per cápita de su clase media-alta?
Lo cierto es que no hay rasgos identitarios de la cultura ni de la arquitectura qatarí en estos complejos. Se ajustan a rajatabla al ABC del shopping: da lo mismo estar en Miami, Moscú o San Pablo que en Doha. Pero hay algo más, una obsesión europeizante que en el caso del Villaggio lo convierte en un pastiche, mezcla de decorados italianos, franceses y británicos. Algo tienen los qataríes con Venecia; en el carísimo barrio de La Perla construyeron un puente idéntico al Rialto, en el interior del Villaggio hay un canal de unos 200 metros por el que circulan góndolas. Hasta el remo del gondolero es decorativo, porque los barquitos son eléctricos. La vuelta no dura más de cinco minutos y cuesta unos $ 1.100.
Esa admiración de los qataríes por París (¿quién no la tiene?) se refleja en otro shopping, inspirado en Place Vendome -allí donde se erige la estatua de Napoleón Bonaparte, a metros del río Sena- y en el desembarco en Doha de las clásicas Galerías Lafayette. Estas conforman el corazón de la zona de Katara y convocan desde un gigantesco cubo rojo, envuelto para regalo, que se aprecia a la distancia. Cerquita de este paseo están las playas públicas y una feria, con puestos de techo de paja, que daría la impresión de ser popular. En realidad, sus precios son típicos cazaturistas. Para buscar ofertas es mejor marchar hacia el sur de Doha, la parte más antigua de la ciudad, allí donde los negocios no traicionan tanto con productos “made in China”.
El Villaggio está al lado del estadio Khalifa, el único de los ocho mundialistas que había sido edificado con anterioridad (para los Juegos Asiáticos de 2006). El más grande de los shoppings, el Al Riffa Mall of Qatar, colinda con el estadio Ahmad Bin Ali (sede del partido Argentina-Australia). En ambos casos, la estación del subterráneo está casi en la puerta. Y en Katara hay una salida del subte dentro de las Galerías Lafayette. La “experiencia” está perfectamente pensada y ejecutada, una suerte de alfombra roja que cruza bajo tierra de la asfixiante Doha sin que se corte la cadena de frío. La idea es que puertas adentro sea tan placentera la estadía que no den ganas de salir.
Entre cúpulas doradas, kioscos parisinos y un magnífico efecto en el techo -pintado de celeste y con la iluminación perfecta, tanto que pareceríamos marchar a cielo abierto- el Villaggio propone también patinar sobre hielo. Hay una nena ensayando giros y piruetas, un señor japonés que se tiene confianza para acelerar y un chico practicando pasos de baile. La pista es enorme -como todo en Qatar- y ofrece shows casi todos los días. La decoración, no podía ser de otro modo, remite a una eterna Navidad. En otro sector, Le Petit Camion hace las veces de food-truck y sirve un café riquísimo. Lo atiende una chica vestida con la camiseta de la Selección. ¿Argentina? No, rumana. Siempre conviene recordar que en Qatar viven 2,7 millones de personas y 2,4 millones son extranjeros.
Por la Vía Fiori -más de Italia, por supuesto- el Villaggio conduce hacia las sucursales bancarias, las casas de cambio y un Carrefour en el que las amas de casa circulan con los carritos (casi no se ven hombres comprando allí). Y hasta se puede comprar yerba compactada misionera, marca Campeón. El paquete de 250 gramos cuesta unos $ 900. Doblando a la derecha el paisaje es otro: Gucci, Fendi, Versace, Miu Miu, Louis Vuitton, Burberry, Piaget, Givenchy, Dior, YSL, Prada, Chatila, Guerlain, Ralph Lauren, Valentino, Cartier, Michael Kors, Tiffany & Co… Y siguen las firmas. Calcado, ese desfile se reitera en Al Riffa y en cada mall que se visita, al igual que los trencitos llevando chicos por los pasillos. En Villaggio hay un London Corner desde el que sale un minibus, igualito al de los británicos de dos pisos.
El Al Riffa es tan grande que en los corredores hay carteles indicadores similares a los que identifican las calles de un barrio. El corazón del shopping es un espacio abierto bautizado Oasis, suerte de jardín tropical sostenido por cuatro árboles de mampostería, con fuentes de aguas danzarinas y un patio de comidas a la vuelta. A las cinco de la tarde, en un escenario circular se presentan los Chicos Supervoladores, un grupito de nenes daneses muy rubios y simpáticos dispuestos a hacer sus acrobacias. No son muy espectaculares, para ser sinceros, pero levantan aplausos. El show está respaldado por una imponente puesta de luz, sonido y humo. Las señoras de rigurosa burka, todas cargando bolsas de los locales más caros y luciendo sus pulseras y relojes de oro, filman con sus Iphones.
El 18 de diciembre se jugará la final de la Copa. La decoración mundialista, llena de banderitas, pelotas, alfombras verdes y ploteos en las escaleras mecánicas, pronto será historia en los shoppings qataríes. Seguirán representando entonces, ajustándonos a la precisa definición de Marc Augé, esa incesante acumulación de “no lugares” en los que todo se masifica, se unifica y construye un sentido absolutamente despersonalizado. Todo muy lujoso, muy colorido, muy brillante, muy costoso. Una “experiencia” que consiste, para sintetizar, en sentarse en un mullido sofá a pasar el rato, bajo un cerezo en flor hecho de papel maché.