Qué personaje, por Dios. Con la cabeza pintada de celeste y blanco, mirando al estadio desde su metro 95, la personalidad desbordante e inmodificable. Ahí está Emiliano Martínez, en la fila rumbo a la cancha, caminando casi en puntas de pie para parecer más alto. Abrazado, cantando el Himno, dándose ánimo con sus compadres Otamendi y “Cuti” Romero. Así empezó la noche. La terminó sepultado por sus compañeros, asfixiado de felicidad tras la atajada heroica. Como si le hubiera dicho “mirá que te como…” al australiano Garang Kuol, que estuvo a punto de marca el gol de su vida y terminará contando una anécdota.
Era un Mundial extrañísimo para “Dibu”. Atormentado porque los árabes le patearon dos veces y le hicieron dos goles, debió apelar a las charlas con el psicólogo para recuperar el modo zen. Así lo confesó, en un arranque de admirable honestidad futbolera. Contra México voló para la foto tras un tiro libre de Alexis Vega… Y nada más. Ya no volvieron a inquietarlo. Los polacos ni siquiera merodearon el área. “¿Para qué viniste? Te hubieras quedado en tu casa”, lo cargaban los defensores. Y así seguía el capítulo australiano de la historia, tras un primer tiempo de riesgo cero. Todo muy raro.
Entonces la fatalidad metió la cola y a “Dibu”, que hasta allí sólo había cortado centros con su acostumbrada confiabilidad, le hicieron un gol horrible. Tenía controlado con la mirada el disparo de Goodwin, que se iba lejos, cuando se cruzó Enzo Fernández y la pelota le rebotó con la peor suerte imaginable. La cara de “Dibu”, atrapado a mitad de camino, era un canto a la desazón del arquero, tal vez la única oda que escapó a la pluma de Pablo Neruda.
De ese Mundial insólito, “Dibu” sólo podía escapar a caballo de un atajadón ganapartidos. Y le salió del alma. A Kuol la pelota se la sirvieron en bandeja, sin marca, y al apretar el gatillo la bala quedó atrapada en la récamara. Fue la humanidad de “Dibu” la que frenó ese misil traicionero, capaz de empatar un partido que los australianos debieron haber perdido por mucha mayor diferencia. Ahí estaba “Dibu”, hombre alado que no extrañó la noche.
El abrazo que le dio el capitán fue conmovedor. Messi había jugado uno de sus acostumbrados partidazos y el empate australiano habría sido una puñalada a su desempeño. Messi vio la atajada de “Dibu” a la distancia y también la celebró como un gol, claro que sí. Por eso el protagonismo que le era exclusivo, producto de las genialidades que le fluyen con asombrosa naturaleza, terminó siendo compartido. Y a Messi esa clase de situaciones lo ponen feliz. Fue la estrella, el mejor, el hombre que sigue cultivando el mayor de los sueños. Pero es a la vez tan generoso que no le importa, en plenos octavos de final del Mundial, abrazarse para la foto con otro héroe. Así se construyen los mejores relatos de una Selección.