Es el jugador que más goles convirtió en la historia de la fase de grupos de la Champions League; el que más tantos hizo con un solo club en ese mismo torneo; el que más Balones de Oro ganó; el que más goles marcó en la Liga española; el que consiguió más “hat-triks” (tres anotaciones en un solo partido) en ese mismo campeonato; el jugador extranjero que más veces se coronó campeón en aquella competencia; el que más partidos jugó con la Selección argentina; el que más tantos hizo con la celeste y blanca; el máximo goleador de las selecciones de la región; el jugador argentino más joven en marcar un gol en un Mundial y el primero en hacerlo en cuatro distintos.
No es difícil adivinar de quién estamos hablando. Los de arriba son solo algunos (ojo: algunos) de los tantos récords o marcas históricas que logró Lionel Messi a lo largo de su carrera y que están destacadas de modo especial en el sitio oficial de la UEFA.
Es posible que para muchos aficionados al fútbol estos números no constituyan nada sorprendente. Es harto sabido que el rosarino es uno de los jugadores más trascendentales de la historia. Las cifras sólo operan como un recordatorio de que aquello que parece mágico -hasta hipnótico, en esos videos virales que resumen sus jugadas- es real, tan concreto como el concreto que sostiene el Camp Nou o el Parque de los Príncipes.
¿Por qué hablar de Lionel Messi justo cuando el mundo está refiriéndose a él? ¿Qué más se puede decir sobre este deportista icónico que no se haya dicho aún? Posiblemente, pocas cosas. Pero el Mundial y puntualmente su figura puede servirnos a los argentinos para repensarnos. Y ahí surgen varias cuestiones: más allá de lo estrictamente futbolístico ¿puede enseñarnos algo? ¿qué nos dicen sus silencios? ¿Qué ocurre dentro y fuera de la cancha cuando las cámaras y los teléfonos no lo están grabando? ¿Qué tipo de liderazgo ejerce? ¿Qué les impide a muchos idolatrar a este hombre brillante del mismo modo en que endiosamos -por decirlo de algún modo- a otros? ¿Hay algo en su forma de ser que nos incomoda? ¿Será que nos ubica frente a un espejo y que la imagen que nos devuelve no es la que esperamos?
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Han pasado casi dos décadas desde su debut en la Selección mayor. Quizás los que hoy están entrando en la adolescencia no lo recuerdan, pero hubo un tiempo en el que el mejor jugador del mundo brillaba en el Barcelona, pero fracasaba en el equipo nacional. Los años han pasado y respecto de Messi pocas cosas parecen haber cambiado: su modo de caminar la cancha (que hace pensar en un adolescente eterno), su inveterado perfil bajo, las apariciones explosivas, los pases de precisión milimétrica, los festejos que más se parecen a una descarga explosiva de tensión acumulada que a una expresión de alegría, la acumulación interminable de récords, la expectativa que genera su presencia hasta en los rincones más inesperados del planeta (Bangladesh es un buen ejemplo), la desolación de su mirada cuando los resultados son adversos y un largo etcétera… Pero hubo un quiebre.
Es difícil precisar el momento exacto en que se produjo. Sus síntomas se advierten en el hecho de que, en algún paréntesis del devenir de los años, el conjunto que viste la celeste y blanca dejó de ser “Messi y 10 más” para pasar a convertirse en un grupo que potencia a cada uno de sus integrantes bajo la conducción del 10. Y entre ambas cosas hay un abismo en el que entran una final del Mundo, una Copa América y el hecho de llegar a Qatar como uno de los favoritos, entre otros logros.
A la luz de su historia, el capitán de la Selección nos deja varias lecciones. Por un lado, que si bien los resultados se pueden alcanzar de manera individual, siempre será más sencillo lograrlo si se hace un trabajo en conjunto. Respetar las diferencias, buscar los consensos, potenciar las habilidades de cada uno, marcar objetivos claros, medir los resultados, corregir los errores y festejar los logros es una receta simple a la que los argentinos podríamos recurrir para empezar a salir de la debacle en que estamos hundidos. Sin dudas, un modelo que excede el deporte y que -por qué no- podrían adoptar muchos políticos (tanto los del oficialismo como los de la oposición provincial y nacional, porque en este punto no hay grieta).
Por otro lado, nos confirma que hay diversos modos de liderar. No hace falta ser un caudillo -que tanta huella dejaron en la historia argentina, para bien y para mal-, un superhombre o un tipo capaz de vencer todas las adversidades (las deportivas y las otras) para inmortalizarse en el bronce y en la memoria colectiva. Messi demuestra que también es posible torcer la historia mientras se cultiva el perfil bajo, se mantiene una vida privada ordenada (al menos, hasta donde se conoce), sin protagonizar escándalos ni peleas y encarnando un ejemplo que seguramente más de un padre podrá inculcar a sus hijos con relativa tranquilidad.
Es innegable que Diego Maradona fue único y que quizás su historia y varios de los hitos de su carrera lo convierten en el molde perfecto para erigir el tótem del ídolo popular. Pero ya es hora de dejar de lado algunas comparaciones. Al fin y al cabo, para las nuevas generaciones, el Diego representa lo que Pelé para los que nacimos en la década del 80: un futbolista brillante que en aquel entonces ya sólo jugaba en el recuerdo de nuestros padres y abuelos.
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Más allá de “Lio”, el Mundial en sí mismo puede ser una excusa para mirarnos desde otro lugar. El fervor nacional que despierta este deporte ¿puede trasladarse a otros ámbitos de la vida argentina? Difícil, si no imposible ¿Y está mal que sea así? Posiblemente no. Al fin y al cabo, una de las riquezas que nos ofrece la vida en comunidad es la de convivir con personas que piensan distinto que nosotros, que son impulsadas por ideas diversas, y que provienen de múltiples orígenes y formaciones. Partiendo de esa base es lógico admitir que alcanzar una cohesión social sin fisuras es una tarea irrealizable
De todos modos, vale reconocer que, desde hace aproximadamente dos décadas, nuestra sociedad viene mostrando signos de una fractura que se hace cada vez más grande. El problema es que la exacerbación de las diferencias, la intransigencia y la negación del otro se han vuelto habituales. En gran medida, esto ha sido alimentado por políticos que se ven beneficiados con estas grietas, por periodistas que están más interesados en hacer política que periodismo y por las redes sociales, que llevan implícitas las lógicas de los algoritmos que nos aíslan en burbujas en las que solo escuchamos aquello con lo que estamos de acuerdo.
¿Estamos aún a tiempo de tender puentes entre ambos márgenes del abismo? ¿De recomponer las relaciones familiares, de amistad y laborales que se rompieron por la intolerancia? ¿Será posible imaginar un futuro en que primen acuerdos y una actitud colaborativa más allá de las diferencias ideológicas? El tiempo nos lo dirá.