Voy camino al Zoco. Ustedes, imagino, ya lo sacan de memoria, de taquito. Les hablé tanto del mercado de Souq Waqif, de lo que suele suceder, desde el saludo matinal del sol a eso de las 5.30, y de cuando nos despide en un color rojo fuego casi hipnótico. Da gusto mirar hacia el horizonte y perderse unos minutos. Suele ser complicado cambiar de canal mental en pleno Mundial, pero nunca viene mal meditar más allá de la pelota.
Como les decía, mi destino en el GPS apunta hacia el corazón del lugar, allí se concentrarán en una horita, más o menos, miles de argentinos a cantar por la Selección. Mientras tanto, voy tachando en el almanaque un nuevo banderazo celeste y blanco tan punzante que voy hasta el metro color verde con la piel de gallina. Estoy por laburo acá, sí, pero a veces es complicado separar tanta energía, apartarse de la foto y mirarla desde afuera. Eso intento.
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La caminata hacia la estación de la Biblioteca Nacional de Qatar es bastante larga, nos da espacio para pensar en la crónica o historia del día. En Tucumán esperan nuestro material para ir cerrando páginas. La diferencia de seis horas puede ser positiva como no.
Cuando cruzo el umbral de salida, donde los policías nos despiden sin cacheos, encaro hacia el tercer subsuelo de la estación. Primero bajás una escalera. Después doblás a la derecha, haces 30 metros y subís a una cinta transportadora de casi la misma longitud. Vuelo a doblar a la derecha, esta vez en pendiente hacia arriba, y subo a una nueva cinta. Me falta una más y después volver a bajar por la escalera mecánica. Somos el juego del buscaminas, destapando casilleros sin que nos explote la cabeza de tanto ir y no ver la bandera a cuadros. Por fin, subamos.
El viaje debe ser de apenas 20 minutos. Los subtes vuelan y sus stops suelen ser aceitados y veloces. Si hay mucha gente, se espera un poquito más. No puedo equivocarme en mi salida, es la última estación antes de volver a empezar.
Arribo al pulmón central llamado Msheireb, el alma mater de las conexiones con las otras líneas del metro.
Ya sé para dónde ir, para dónde avanzar, cuántas escaleras debo bajar y cuántas volver a subir para toparme con el tren que me lleva al Zoco, una estación mediante. Me siento un sabio porque me muevo como pez en el agua.
Sin embargo, ocurre que el sabio no leyó bien, dobló antes de lo debido y se fue a cualquier lado. Retrocedí dos casilleros en el Juego de la Vida. No importa, estoy holgado con el reloj. Puedo fallar.
Retomo los rieles triunfales, hago el stop y asomo la nariz hacia la superficie. Sigamos.
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Uno de los voluntarios de esta Copa del Mundo se hizo tan famoso con “metro, metro, this way… metro, metro, hakuna... matata” que hasta lo llevaron a uno de los partidos del Mundial para que relaje al público con su versito. Es toda una celebridad, al punto de decirles que es lo primero que busca la gente para filmar o sacarse una selfie con él, antes de entrar al zoco. Yo sigo de largo. No soy cholulo.
Aparte, avanzo porque me siento atraído por otra melodía tan exquisita que corre de la mano con la brisa qatarí. Sé que son los chicos argentinos, sé que son ellos y que el banderazo ya comenzó a tomar estado aún cuando falta casi una hora para el inicio de esta fiesta criolla.
Las banderas se repiten, los mensajes para Diego en el cielo y para Leo en la tierra se suceden unos a otros. Recordamos la Copa América, cuando papá le sacó el trofeo a Brasil en el Maracaná; también cuando sufrimos y aprendimos. Somos el modelo de soldado universal de la resiliencia; nos caemos y nos levantamos; lloramos y reímos. Nos peleamos y nos amamos. Somos así, argentina es así, una montaña rusa.
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Lo curioso de este nuevo banderazo no es el espectáculo en sí sino la avivada de uno de los dueños del bar que da a la calle donde nos juntamos los argentinos. Aprendió la lección y a cuidar su quinta. ¿Qué hizo? colocó vallas para cercar el perímetro de su local así las mesas y sillas de la vereda sigan funcionando como tal. La avivada le salió tan bien que la gente pagaba lo que sea por sentarse en esos palcos Vip para ver a los argentinos. Nosotros sí que sabemos formar emprendedores.
Una imitación del obelisco baila en el centro de la escena, mientras que las banderas donde se lo ve a Diego, a Leo y a los escudos de diferentes clubes hacen las veces de telón en las paredes laterales de la galería a cielo abierto, como la Mendoza tucumana pero sin lluvia negra ni olor nauseabundo.
No puedo quedarme en un lugar, debo seguir barrileteando. Las historias no vendrán a mí, sino yo debó ir tras ellas. Gajes del oficio.
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No, amigo, no quiero perfumes, gracias. No señor, le agradezco, no compro camisetas truchas. Mientras intento avanzar que, la verdad es imposible por el embotellamiento humano, los vendedores te tiran todo su power para que les compres algo. En otra ocasión.
Logro escaparme del cuello de botella y me dirijo hacia donde los canales de televisión encuentran algo de aire. Hay espacio para entrevistar, hay espacio para que el malón no se lleve puesto los equipos. Sigo.
Ingreso por el hall central del bardo, gambeteo a un par de directores de cine aficionados y suelto anclas justo donde las veo a ellas. He llegado a la historia del día.
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Shamma, Almaha, Moza, Almayasa y Shahab son hermanas. La mayor tiene 25 y es la que cuida al resto. Son las primeras qataríes que conozco, de religión musulmana y vestidas de negro utilizando sus tradicionales burkas. Sus ojos son lo único a la vista.
El código de respeto hace que jamás puedas sacarle una foto sin su consentimiento y aprobación. ¿Es lo mismo? No. Menciono “aprobación” en línea con “subir la foto a una red social, etc.”. Les pregunto respetuosamente si podía hacerles unas preguntas.
“Sí claro, adelante”. Era obvio lo que les iba a consultar: “¿Qué hacen acá”, la pregunta, les anticipo, va mucho más allá de lo evidente. He visto mujeres de burka filmar y espiar los shows de distintos hinchas en el zoco, pero jamás había visto mujeres de burka en la mismísima zona donde un paso más y ya saltaban con el resto de los hinchas argentinos.
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Una señora aprovecha la volada y se tira un panzazo conmigo. “Ay, a vos te hablan, preguntale si nos podemos sacar una foto”, hasta eso, yo ya las había fotografiado con su consentimiento. “Ay dale, pedile”. Las chicas aceptan.
A Shamma le digo que soy periodista y si contaba con vuestra aprobación para subir sus fotos a una red social mostrando su fanatismo por Argentina y Leo Messi. Shamma abrió los ojos como si el mismísimo Alá hubiera bajado a darle un tirón de orejas. “No, no, no, por favor. Eso está muy mal visto en mi religión, no deberíamos estar acá”. “Quédense tranquilas que no voy a subir absolutamente nada. Le vuelvo a preguntar si es harán, que significa “prohibido nivel pecado”. “No, no, pero no queda bien que nos dejemos sacar fotografías así”.
Aclaro que la tía sí se sacó un par de fotos. De hecho llamó a sus familiares y posaron todos juntos. Esas fotos, aprobadas por ellas, eran para “consumo interno familiar”, llamémosle así. Lo mío tenía otro fin.
Les agradezco su buena onda y les explico que mi idea era subir un posteo de tik tok y otro de Instagram. “Nooooooooooooooooooo”, ok, ok.
Atención: las chicas sí tienen cuentas de Tik Tok e instagram. Una de ellas comenzó a seguirme y me pidió una selfie. Aprobadas.
Shamma, la mayor, me tiró dos palabras en español. “Hace unos años fui de vacaciones a Barcelona, por eso algo me acuerdo. Ahí conocí a Messi, le conté a mis hermanas y a partir de mi experiencia somos todas hinchas de Argentina”, dice.
Moza me muestra su iPhone 12 recién salido del horno. “Me lo compré para poder hacer videos de ustedes los argentinos. Me encanta cómo son, me encanta su país (si supieras…) y me encanta Leo Messi”, claro que sí.
Y bueno, como panzazos son panzazos, le preguntó si puedo hacerles una foto de espaldas donde no se vean sus rostros, y publicarla. “Por supuesto, amigo”, gracias, gracias.
Esa fue la historia del día y quizás mi historia del mundial.
Nos vemos mañana.