Desastre, hecatombe, humillación. De los calificativos generados por la maldición árabe, sin escalas, pasamos al elogio por la ilusión recuperada. De la depresión nacional tras el mazazo de la mañana del martes a la gente celebrando el sábado en la plaza Independencia. Los vaivenes emocionales son propios de todos los pueblos, en nuestro caso el subibaja se mueve a una velocidad brutal. En Doha, tal vez contagiados por cierta ecuanimidad propia del internacionalismo, los hinchas no eran tan pesimistas y asimilaron mejor la derrota del debut. Por las noticias que llegan aquí de Argentina, da la impresión de que aquel 1-2 significó casi un duelo nacional.
Será que la tensión generada por una realidad socioeconómica siempre compleja potencia la emocionalidad. Los sentimientos, los positivos y los negativos, no encuentran término medio. Estamos amando u odiando con extrema facilidad, y al mismo tiempo saltando de un extremo al otro según cómo vengan los resultados. Esta ciclotimia, integrada al ADN de la argentinidad, no se atempera con el paso de los años. Al contrario: crece como la marea y jamás se detiene. Por eso la condena a los matices, a las banderas plantadas en Corea del medio, a la mirada en perspectiva de las cosas. Hay que alabar o condenar, no hay otra en el juego del día a día. En materia de fútbol y en lo que toque. Claro que un Mundial implica otra caja de resonancia, entonces se potencia este síndrome colectivo bipolar. Así no hay corazón que aguante.
Lo padeció durante toda su vida Messi, a quien la conquista de la Copa América le brindó, por fin, el reconocimiento casi unánime. El casi no es caprichoso: sigue habiendo argentinos, tal vez más de los que suponemos, que siguen rechazándolo. ¿Por qué? Es una incógnita. Tal vez los ayudaría entrar en contacto con el mundo del fútbol en directo, no atados por algún algoritmo que les reafirme el malestar. En Qatar y por donde se circule, el amor y la admiración por Messi no tienen límites. Lo que se dijo en Doha, de parte del público y de la prensa de los cinco continentes, llenaría las enciclopedias de la admiración. Messi es una estrella de dimensión descomunal, brillando por derecho propio. Tanto lo quieren que hacen fuerza para que levante la Copa el 18 de diciembre. Ese es el pulso que marca el ídolo.
Hoy el apuntado es Rodrigo De Paul. Hasta hace 10 días era el indiscutido líder emocional de la Scaloneta, el jugador que no podía faltar. Hoy es pasto de memes, de comentarios chimenteros, de tuits hirientes y de toda clase de críticas. Y hay más, que no deja de reflejar esta ciclotimia interminable. Antes del partido con México, Tini Stoessel era la bruja que había sacado -mentalmente- a De Paul del Mundial. El sábado la cantante estuvo en la cancha y un medio la consagró como “el nuevo amuleto de la Selección”. Lógico: una buena actuación ante los polacos hará de De Paul, otra vez, el estandarte celeste y blanco.
Mejor quedarse con esas emociones genuinas que brotan del alma. Las lágrimas de Scaloni y de Aimar no fueron inventadas ni impostadas. Los goles y la victoria sobre México alejaron al cuerpo técnico del abismo, es cierto, pero Scaloni y Aimar no lloraban (de felicidad) por ellos, por más que algún condimento familiar los condicionaba, sino por sus jugadores. Sabían todo lo sufrido tras la derrota con Arabia, sabían del juramento que se hizo el plantel. Las lágrimas que los futbolistas lloraron en privado el martes se hicieron públicas, en el rostro de sus líderes, en plena noche del sábado.