Es difícil encontrar puntos de contacto entre Tucumán y Qatar, la cuestión pasa por buscar con paciencia. Pero hay respuestas que están ahí, a la vista, por ejemplo la representada por los camélidos. Camellos (los de dos jorobas) y dromedarios (los que tienen una) forman parte de la milenaria postal del desierto, aquellas caravanas de beduinos cruzando la inmensidad de las dunas bajo un sol inclemente o descansando en algún oasis. Son los ejemplares repartidos por el norte de África y por Medio Oriente. Pero en la región andina también tenemos camélidos y, en el caso de Tucumán, las primas que saludan a sus familiares desde la distancia son las llamas.
Para ser más precisos, son cuatro los camélidos que viven repartidos por los países andinos. Los que predominan en Argentina son llamas y guanacos; en Chile y Perú hay más población de alpacas y vicuñas. La diferencia con camellos y dromedarios, salta a la vista, es que los sudamericanos no tienen jorobas. Y a diferencia de sus parientes del otro lado del mar, no corren como lo hacen los camellos qataríes. Tanta es la pasión que generan que hasta toma la forma de un deporte nacional, mucho más interesante para ellos que el fútbol.
Una de las atracciones en el centro de Doha es visitar los corrales en los que viven los dromedarios de la guardia real del emir. Hay más de 100, repartidos en distintos espacios y cuidados por un ejército de empleados que se pasan el día dándoles agua y comida, limpiando los excrementos y corriendo a las palomas. Todos al servicio de estos animales que se engalanan para asistir a los actos oficiales y son el orgullo de la familia gobernante. Por eso están limpios y saludables, al contrario de muchos de los camellos que se encuentran en el desierto al servicio de los paseos turísticos.
Por la mañana, antes de que la muchedumbre mundialista se amontone frente a los corrales, los empleados invitan a los madrugadores a acercarse. Los dromedarios están atados por una cuerda que les atenaza la pata izquierda y se une con ganchos clavados en el piso. Alternativamente los van liberando para llevarlos a pasear, siempre tomados de las riendas. Casi todos son mansos y amigables, sobre todo después de comer (pero no falta el malhumorado que lanza un tarascón al paso). Les gusta que les acaricien la cabeza -explican los cuidadores- y para lograr que se arrodillen basta con un leve chirlo en el cuello.
Estos no son estos animales de carrera, subrayan los empleados. Aquellos son criados con una alimentación especial y se entrenan a diario. Hay competencias locales e internacionales, siempre en línea recta porque a los camellos -al contrario de los caballos- les cuesta doblar cuando están lanzados como un rayo. Pueden alcanzar velocidades de 65 kilómetros por hora y algunos ostentan la categoría de estrellas. Se entiende por qué: hay carreras cuyo ganador se lleva como premio un Land Cruiser 0 kilómetro y 25.000 dólares. Lo que está prohibido, como lo indica el Corán, es apostar. Al menos de forma organizada o en público.
También es muy apreciada en Qatar la leche de camello. La usan para cocinar platos combinados con arroz, pescado, pollo o cordero, y también para las exquisiteces de la pastelería, como los dedos de novia, o agregada al almíbar. Todo esto explica por qué el camello forma parte de los símbolos empleados en este y en los países vecinos: es parte de una cultura milenaria emparentada con el desarrollo de la civilización. Tal como sucede con las sociedades andinas. Por eso las llamas tucumanas y los dromedarios qataríes, como buenos parientes que son, tienen todo el derecho a abrazarse desde lejos. De estas cosas también se nutren los Mundiales de fútbol.