Al chalet del ingenio Concepción no se lo encontraba fácil, envuelto en un vapor empalagoso, como escondido detrás de la fábrica, después de pasar junto a enormes galpones y bajo los ruidos ensordecedores de la zafra. No estaba solo. Capilla y chalet se unían armonizando estilos desubicadamente suntuosos. Era tan chocante el contraste entre fábrica, chalet y capilla que parecían partes de una alegoría a descifrar. Una forma, hoy enigmática, en la que había quedado encriptado el progreso espasmódico del Tucumán azucarero. Ahora, mientras nos quedamos sin él, podemos prestarle unos minutos de atención.
VIP
Los chalets construidos por los propietarios ocuparon un lugar estratégico en el conjunto fabril azucarero. La presencia de un caserón lujoso rodeado de humo y pestilencia no era sólo el espacio VIP de la época o una flor de loto en el barro, era el puente de mando de la nave industrial. Un espacio para la recepción de autoridades o para el agasajo de invitados distinguidos, donde se hacían las fiestas familiares o donde se organizaban las más exclusivas reuniones de trabajo, rodeadas del fragor de la mano de obra y la maquinaria en movimiento. Nadie mejor para profundizar en los pueblos azucareros y sus edificios que la arquitecta Olga Paterlini. Por ella sabemos que los chalets se distinguían, unos de otros, en la variedad de estilos en los que se construían y sabemos también que se remontan lejos, a 1836, a la casa de dos niveles que hizo Juan Nougués junto a su obraje de San Pablo. El del Concepción era un pequeño castillo neogótico. Construido en la década de 1870 formó parte de la modernización de la fábrica que, con la llegada del tren, se proveyó de nueva maquinaria. También fue el momento en que sus propietarios, los hermanos Juan Crisóstomo Méndez y Juan Manuel Méndez, separaron sus cuentas, quedándose el primero con el Concepción, mientras el segundo fundaba el ingenio La Trinidad.
Dibujos
Hay al menos tres dibujos de los primeros años del edificio en cuestión. El primero se publicó en 1882, en el libro “Memoria Histórica y Descriptiva de la Provincia de Tucumán”. En la parte baja de la imagen, ranchos, campesinos y carretas muestran la fase rural del asunto, mientras que la franja media está ocupada por la fábrica y sus volúmenes claros y geométricos, desde donde resaltan las chimeneas y las inconfundibles líneas el chalet. Es obra del suizo Adolphe Methfessel. Las otras aparecieron en esa extraña publicación que se llamó “Estadística Gráfica-Progreso de la Rep. Argentina para la Exposición de Chicago”. Salió en 1892. Se trataba de una especie de guía ilustrada del comercio y la industria. En una de sus láminas, un autor desconocido levantó dos registros del chalet. Uno con la capilla delante rodeada de un bosquecito romántico, el otro casi desde el frente del edificio, con la inscripción “Oficina de Contabilidad”, lo que nos da la pauta de la ocupación administrativa de sus habitaciones. Sacando cuentas, las tres imágenes nos muestran que el chalet del Concepción presenció los inicios del desarrollo industrial y sobrevivió durante casi 150 años conservando buena parte del aspecto que le había conferido Juan Crisóstomo Méndez y del que disfrutó su sucesor, el poderoso Alfredo Guzmán.
Demoler
La responsabilidad de una política patrimonial no es sólo materia de una secretaría, una oficina o la benevolencia de filántropo sino la participación conjunta de todos ellos. No nos confundamos, este problema no es nuevo. Hay una indolencia en el manejo de nuestro patrimonio que viene de larga data. Volvamos a aquella década de 1870, cuando Méndez levantaba su imperio azucarero, chalet incluido. Pues bien, en esos años prodigiosos de la riqueza azucarera, la casa donde se había jurado la Independencia (sí, la Casa Histórica) era una ruina en vías de demolición y efectivamente terminó por el suelo, para ser reconstruida recién en 1943. Si entonces nadie cuidaba de la memoria, ahora tampoco. No hemos aprendido nada. En 2017 visitamos el predio del Concepción para una producción periodística y pudimos ver un par de salones de la casa. Estaban intactos. Escritorios austeros y muebles finísimos, un impresionante salón con mesa de billar. Ni siquiera el parque extenso que se extendía detrás, con árboles altos y un par de edificios ruinosos, podía absorber el impacto de ese pastiche industrial que arrimaba la delicadeza a la rusticidad, lo sagrado a lo profano. Sin lujos ya, este grupo de edificios, incluso con sus puertas cerradas, seguía siendo el corazón de una historia muy tucumana.
Herencia
Las dependencias azucareras concentraron la actividad de gran parte de nuestro espectro social. Sus vestigios materiales se extienden por todo el territorio provincial. Demolerlos es un acto de despojo. A través de ellos, es posible reconocer historias en común, acuerdos y disputas que atravesaron casi 200 años. Las herencias, para funcionar como tales, tienen que ser apropiadas, tomadas y exigidas por los herederos, de lo contrario son apenas un montón de trastos viejos que no tienen mejor destino que ser reducidos a monedas. Esas ruinas y bodoques desparramados por ahí nos muestran como una sociedad embrutecida y entregada a la ley de la billetera, que es lo mismo que la del más fuerte.