Carl Honoré: “El aburrimiento es el mejor regalo que uno puede dar a un chico”
El líder del movimiento pro lentitud (“slow”) visitará el país para dictar una serie de conferencias en Buenos Aires. En esta entrevista previa al viaje, Honoré advierte que la necesidad de desacelerar aparece tras un shock y que la pandemia dejó “cambios sísmicos positivos”.
Carl Honoré no habla lento, sino más bien lo contrario. Es algo que llama la atención en la que quizá sea una de las voces principales del movimiento pro lentitud (“slow”). Pero él afirma que nunca está apurado y que lo que importa no es cómo lo perciben, sino lo que él siente. Lejos de lo esperable, el ensayista escocés radicado en Londres se mueve y mucho: acaba de volver de los Estados Unidos y ya está preparándose para viajar a la Argentina, donde dictará una serie de conferencias con el especialista en innovación educativa, Juan María Segura (por ejemplo, expondrá en El Planetario porteño el 3 de noviembre). El autor del bestseller “Elogio de la lentitud” (2004) anticipa que bregará por parar la pelota también en la casa y en la escuela. “El aburrimiento es el mejor regalo que uno puede dar a un chico”, propone en un castellano que denota que vivió e hizo periodismo en Buenos Aires.
El vaivén del “fomo”
“La pandemia paralizó al mundo, fue casi como un gran taller de lentitud global, pero un taller impuesto desde afuera. La gente no lo había elegido, y al principio creo que costó parar y hacer menos cosas”, evalúa durante la conversación virtual con LA GACETA. Honoré advierte que hubo un segundo momento en el que, en función de las posibilidades económicas y sociales, se pudo sacar partido de la cuarentena. “Se trató de la misma tormenta, pero cada uno la vivió en barcos diferentes según sus circunstancias. Estoy generalizando, pero, cuando pasó el golpe inicial, se abrió la oportunidad de disfrutar del paréntesis del ‘fomo’, que es el miedo a perderse cosas, porque no hubo cosas para perder. Durante un tiempo mucha gente volvió a reconectarse con la tortuga interior y, por ejemplo, empezó a hornear pan; a jugar juegos sin pantalla… Muchas actividades muy lentas y sencillas”, describe.
La tercera fase, según Honoré, fue la de la digitalización y el trabajo remoto con sus cargas y alivios. “Y la que sería la última etapa, porque ojalá que el coronavirus ya haya terminado, fue una especie de vuelta a lo de antes porque habían pasado dos años sin poder hacer nada y había muchas cosas acumuladas por dentro que explotaron”, expresa. El conferencista advierte que se salió de la pandemia con una rapidez y un espíritu de “quiero hacerlo todo, comérmelo todo ahora mismo, ya, ayer”, y que eso chocó contra el aprendizaje que implicó recuperar la lentitud, la soledad, el silencio, la calma, la tranquilidad, la serenidad… “Volvió el ‘fomo’”, resume.
A Honoré le parece que de una experiencia tan heterogénea es difícil extraer un impacto nítido, lineal y universal, pero que, aún así, la desaceleración avanzó algunos casilleros: “en el fondo y mirando hacia atrás, habrá sido una cosa positiva. Muchísima gente ha aprendido una moraleja o una gran lección sobre la importancia del tiempo, de controlarlo y de usarlo bien. Eso se ve, por ejemplo, ahora en el mercado laboral donde cada vez más empresas analizan cuándo tiene sentido estar enchufado y cuándo desconectarse, y dan a sus empleados más capacidad para regular sus modalidades de trabajo después de un período en el que el Zoom colonizó la casa, y fue una pesadilla total porque no terminaba el laburo. Yo me siento más optimista ahora que antes de la pandemia”.
Si bien todavía es temprano para conocer el saldo final, el intelectual advierte que en países estables y desarrollados, la covid-19 profundizó tendencias beneficiosas para la humanidad, como la conciencia ambiental y la urgencia de proteger la naturaleza. Y precisa que esos “cambios sísmicos bastante positivos” quizá no estén tan presentes aún en la Argentina. ¿Por qué? Responde: “es un país que tiene una relación muy profunda con el caos y que ya era caótico antes de la pandemia”.
Incentivos para ralentizar
¿Cómo se hace para volver la mirada hacia lo lento? Honoré considera que la chispa que enciende esa transformación interior suele ser algún shock del sistema. “A veces es una enfermedad, o sea, es el cuerpo el que dice un día ‘no aguanto más el ritmo y tiro la toalla’. Aparece un infarto, o algún trastorno físico o, incluso cada vez más, mental. Son señales de que no estás viviendo en armonía con tu ritmo natural. Para otra gente el detonante quizá sea una relación amorosa o romántica que se hace humo por falta de atención, de tranquilidad y de tiempo”, detalla.
Cada quien tiene un catalizador que puede, si se escucha el mensaje de la crisis, llevar a revisar el modo de vida “correcaminos”: ese paso rápido que es el modo de ser típico de esta época. Honoré sostiene que para provocar un cambio hace falta algo fuerte, que sacuda y despierte: “no es suficiente con ver una charla TED o con leer alguna columna en el diario sobre lo bien que hace bajar las revoluciones”. Y añade: “hay una dimensión metafísica porque, para mucha gente, vivir en la aceleración, la hiperestimulación y la súperdistracción, es una forma de huida de uno mismo y de evitar un encuentro que se teme. Esto es imprescindible, como decía Sócrates, porque, para disfrutar de una vida digna, uno tiene que lidiar con esas grandes preguntas como quién soy, cuál es mi propósito en este mundo, etcétera, pero estas preguntas pueden generar angustia. Es más fácil lidiar con las trivialidades: para mucha gente, el obstáculo principal para la desaceleración es el miedo al encuentro consigo misma”.
En el tren
Para el también autor de “Elogio de la experiencia” (2019), la ansiedad en la que estamos inmersos está a la vista en cualquier medio de transporte o sala de espera de la Tierra. “Viví la situación anoche, cuando fui a ver una obra de teatro en Londres y volví en el subte. Estaba en un vagón con, no sé, 45 personas y todas miraban su celular. Había cosas para apreciar fuera del tren: la ciudad de noche, parques, etcétera. Pero todos estaban pegados a la pantalla y eso para mí es una metáfora, la imagen por excelencia de esta cultura de la distracción, de aferrarse a lo trivial para evitar lo profundo”, relata.
Palancas para frenar
La pregunta es cómo encontrar la lentitud sin desechar las ventajas que acarrean la digitalización y los dispositivos inteligentes. “No soy ningún tecnófobo. Yo tengo un iPhone nuevo y un MacBook. Me encantan los ‘gadgets’. Son fantásticos, pero están casi todos hechos para seducirnos. Silicon Valley fichó a los psicólogos y ‘coders’ más listos del mundo para crear aparatos electrónicos adictivos, y ese es el problema. Lo que tenemos que buscar es un equilibrio: una relación sana con la pantalla, pero nos cuesta porque estas pantallas están armadas para captarnos, para quitarnos la atención”, recomienda Honoré.
Aunque la inercia es grande, el promotor del movimiento lento garantiza que se puede gobernar: “es superable y yo lo hice, pero requiere de un esfuerzo. No me siento esclavizado por la tecnología. La uso: tengo el móvil (celular), y lo empleo cuando necesito hacerlo y cuando me sirve, pero no estoy pendiente ni distraído. Las notificaciones permanecen apagadas, así que yo elijo cuándo mirar el buzón de entrada o los titulares de algún diario. Son pequeñas palancas, que podemos activar para renegociar nuestra relación con estos aparatos tan complicados”.
Decir “no” como Buffett
Al parecer, Honoré está acostumbrado a que le digan que su vida no es un paradigma de la parsimonia. “Pero lo que cuenta, lo que importa, es lo que siento, y yo nunca tengo prisa ni impaciencia. ¿Cómo lo hago? Un primer paso hacia lo ‘slow’ es hacer menos. Yo priorizo. He sido periodista freelance, así que entiendo las presiones de esa carrera y era del equipo ‘sí’: decía ‘sí’ a todo, pero he aprendido a decir ‘no’. A decir un ‘no’ muy sonoro, muy educado, pero bien oportuno. Y eso te libera porque la gran mayoría de las cosas que hacemos no son importantes”, plantea. Y hasta vaticina que “en tres meses” olvidamos aquello que ocasionó tanto apuro. “Tratamos de hacer todo por culpa, por vergüenza y por hábito”, conjetura.
¿Cómo controla él el flujo de las demandas que recibe? Cuenta que ante cada pedido que le llega, en lugar de ceder al reflejo automático, que es decir “sí”, busca un momento de reflexión de pausa y se pregunta: ¿esto en el fondo realmente es importante? “Ni bien empezás a hacerlo, te das cuenta de que tal vez el grueso de las cosas que habías aceptado antes no eran relevantes y de que simplemente con ese pequeño momento de reflexión puedes quedarte con lo que vale, y darle tiempo y tu plena atención. En síntesis, hacer menos, pero entregar a lo que se hace el cariño y la energía que merece. Al resto, tirarlo por la borda”, prescribe.
En este punto de la discriminación entre lo importante y lo que no lo es, Honoré admite que sigue la receta del legendario inversor estadounidense, Warren Buffett. “Buffet dice que la gran diferencia entre las personas exitosas y las personas súper exitosas es que estas dicen ‘no’ a casi todo. Ese es uno de mis lemas, y lo que hace que me enfoque en lo que cuenta y que no tenga prisa”, manifiesta. Otros de sus trucos son la práctica de yoga, la meditación y el descanso. “Antes, cuando tenía un problema, me quedaba pegado a la pantalla. Ahora descanso. Doy una vuelta. Hago un cambio de marchas. Esto me hace ser aún más productivo. El cerebro puede funcionar a full, pero hasta cierto punto y luego desciende el rendimiento, y cometes más errores. El relax permite resetear la cabeza”, observa.
Educar con la paciencia
En su desembarco inminente en la Argentina, Honoré alzará la bandera de la educación lenta porque está convencido de que el virus de la prisa ha contagiado al sistema escolar y en muchos lugares lo transformó en una línea de montaje de alta presión donde no hay ni tiempo ni espacio para la reflexión. “Todo está basado en la reacción y en medir cosas cuando, en realidad, lo más fructífero, lo más hermoso, lo más útil de la educación son situaciones como el debate, el descubrimiento e, incluso, momentos de aburrimiento que puedan funcionar como un trampolín hacia nuevas ideas y hacia la creatividad. Esto colisiona con la visión victoriana e industrial de que los chicos son productos, y de que hay que desarrollarlos lo más rápido posible. Eso carece de lógica y de base científica”, comenta.
Según Honoré, los chicos aprenden mejor mediante el desarrollo de habilidades que nunca podrán acelerarse: “no puedes decir a un niño ‘jugá o divertite rápidamente’. No queda otra que bajar las revoluciones para que la imaginación vuele. En un mundo adicto a la velocidad, la lentitud es un súperpoder. Sin lentitud, la educación pasa a ser el desarrollo de un nuevo producto y tocas apenas la superficie. Vas más profundo ralentizando”.
Estemos incómodos
La tendencia a entretener sin descanso y a llenar las horas de los niños con toda clase de actividades los priva del que para Honoré es un obsequio muy preciado. “El aburrimiento es el mejor regalo que uno le puede dar a un chico. Los estudios académicos y científicos demuestran que es esencial para desarrollar la creatividad, el encuentro con uno mismo, la reflexión… todas cosas fundamentales para el desarrollo de una existencia plena”, expone. Según su criterio, una sociedad hiperacelerada, hiperdistraída, hiperestimulada, hiperconsumista, “una sociedad marinada en pantallas”, no tolera que los chicos se aburran. El ensayista interroga y contesta: “¿por qué? Porque, al principio, el aburrimiento es un poco incómodo. El problema es que la sociedad de hoy es un bufet infinito de distracciones. Si llegamos a sentir la incomodidad, agarramos el celular. Pero nos hace bien el aburrimiento y la incomodidad a la que está asociado: por eso los reivindico. Ellos son nuestros amigos”.