Lo más cerca del nazismo que estuvo Tucumán

Lo más cerca del nazismo que estuvo Tucumán

Una imagen le quita el sueño al gobernador. Un cuadro. No soporta cruzar miradas con ese perfil que parece burlarse desde el lienzo. El personaje, canonizado por la historia oficial, encarna -en el sentir del gobernador- todos los males de la Argentina. De allí la ira que le genera encontrarlo cada mañana. El cuadro le regala los buenos días, ignorante de la venganza que el gobernador va elucubrando, saboreándola despacito, eligiendo con cuidado el cómo y el cuándo. Hasta que una noche el gobernador da la orden y la guardia, primero incrédula, después resignada, cumple con la tarea. El cuadro de Bernardino Rivadavia es trasladado a la plaza Independencia y allí un pelotón procede a fusilarlo.

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Cuando se habla de la intervención de Alberto Baldrich (1898-1982) el rótulo afirma “experimento nacionalista”, propio del Tucumán-laboratorio que tantas veces reaparecería en años posteriores. Baldrich se mantuvo menos de un año al frente del Poder Ejecutivo, del 24 de agosto de 1943 al 28 de abril de 1944, tiempo suficiente para dejar una impronta poderosa en la provincia. Dentro de pocos meses -el 4 de junio- se cumplirán 80 años del golpe militar que barrió al gobierno del catamarqueño Ramón Castillo. Una asonada perpetrada por aquel GOU (Grupo de Oficiales Unidos) en el que revistaba Juan Domingo Perón. Cuando la dictadura desplegó el mapa y fue pegando los alfileres aquí y allá, colocó en Tucumán a uno de sus pensadores más locuaces e inflexibles. A la vuelta de las épocas, Ricardo Balbín definió a Baldrich con filosa precisión: “un nazi frustrado”. Por eso lo de “experimento nacionalista” no deja de ser un elegante eufemismo para referirse al gobierno neonazi con el que se encontraron los tucumanos ocho décadas atrás.

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Primero, algo de contexto. El GOU no ocultaba su germanofilia, estaba clarísima la orientación y las preferencias de sus miembros en el marco de la Segunda Guerra Mundial. En cambio, el Gobierno de Castillo era aliadófilo, legatario de los lazos que unían al liberalismo argentino con Gran Bretaña. De todos modos, el país mantenía la neutralidad, fiel a la doctrina que había cultivado a lo largo del siglo XX, por más que tanto como ingleses como estadounidenses presionaban a Castillo para que le declara la guerra al Eje Berlín-Roma-Tokio. Faltaba apenas un año para las elecciones y todos los caminos conducían hacia la presidencia del salteño Robustiano Patrón Costas, zar del azúcar y netamente alineado con la causa de los aliados. El GOU abortó ese plan con un golpe al que le faltó timing: a esa altura, junio de 1943, la suerte de Alemania estaba echada tras el desastre de Stalingrado y sus ejércitos empezaban a retroceder en todos los frentes. Los vencedores del golpe adherían al bando perdedor. Un sino fatalista, decididamente karmático.

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El análisis de la figura de Baldrich es fascinante. Su vestuario, su gestualidad, su oratoria, su pasión por los discursos -colmados de definiciones lapidarias-, la puesta en escena que acompañaba cada una de sus apariciones públicas, remiten a la estampa de Joseph Goebbels. Hasta el parecido físico es llamativo. Está claro que mamó el nacionalismo de su padre, el General Alonso Baldrich, uno de los ideólogos -junto a Enrique Mosconi- de YPF y de la defensa de los recursos naturales argentinos ante la injerencia extranjera. Baldrich (h) no siguió el camino de las armas, sino el de la filosofía y la sociología. Durante gran parte de su vida fue docente, salvo en aquellos pasajes en los que sintió el llamado del deber. Llamado en el que mucho tuvo que ver Perón (a quien había conocido en 1921, durante un torneo de esgrima), a tal punto que -ya septuagenario-, aceptó hacerse cargo del Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires. Eran los 70 y Baldrich se recortaba como un cruzado de tiempos largamente superados.

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Baldrich no vino solo a Tucumán. Había formado un equipo de funcionarios que fluctuaban desde un nacionalismo atemperado al nazismo explícito. Uno de ellos, Federico Ibarguren, saltó de la Fiscalía de Gobierno a la intervención del municipio capitalino. Revistaba ese cargo cuando Argentina -ante la presión internacional y el hecho casi consumado de la derrota alemana- rompió relaciones con el Eje. Ibarguren ordenó, como señal de duelo, que se izara a media asta la bandera. Lo mismo hizo Santiago de Estrada, a quien Baldrich había colocado al frente de la UNT. A Ibarguren le cayó una denuncia por desacato, el juez federal Benjamín Cossio lo sobreseyó y la Cámara Federal de Apelaciones amonestó a Cossio por su conducta. Otra figura del staff de Baldrich era el cordobés Nimio de Anquín, quien afirmó al asumir la presidencia del Consejo de Educación: “el culto idolátrico de la libertad es un germen fatal de disolución y de decadencia de las sociedades”. El pensador tomista Héctor Bernardo, integrante del círculo cercano al ultramontano sacerdote Julio Meinvielle, y el abogado Ramón Doll formaban parte también de ese think tank que hizo pie en Tucumán.

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A Baldrich lo caracterizaba la hiperactividad. Aparecía en actos de la más diversa índole casi a diario y siempre con un discurso a mano. Repetía conceptos como el pájaro carpintero repiquetea sobre la corteza, en un intento por formatear -gota a gota- mentes y acciones. Llamaba a los jóvenes al sacrificio (“tener patria y ser su soldado es una sola y misma cosa”, les dijo en un mensaje) y a las familias a regirse por los principios de la “sociedad católica”. Prohibió el disenso en la prensa (llegó a cerrar el diario La Unión), puso en comisión a todos los jueces (salvo al Presidente de la Corte Suprema, Juan Heller, que de todos modos terminó renunciando) y hasta decidía qué películas u obras teatrales se estrenaban en Tucumán. Nada que fuera indecoroso ni exaltara las pasiones. Amaba los desfiles y los espectáculos callejeros -hasta se lo vio bailando tangos en la calle 25 de Mayo-, organizados con una pulcritud digna de un cuartel. Porque para Baldrich la argentinidad reposaba, básicamente, en la custodia conferida por los mandos militares. Refiriéndose al golpe de 1943 sostuvo: “esta patria que sabíamos en riesgo de perder por culpa de un régimen corrompido y antiargentino, con una corrupción política y administrativa que carcomía la médula de la Nación, ha sido salvada del borde mismo del abismo por las Fuerzas Armadas de la República”.

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Fiel a su estilo, Baldrich declinó jurar en el Salón Blanco. Lo hizo en el balcón de la Casa de Gobierno, de cara a la plaza Independencia, y sin privarse de pronunciar un discurso. Allí le habló al empresariado tucumano, directamente a los dueños de ingenios, empleando un concepto que llegaba para quedarse en el imaginario nacional: el de la justicia social. Les dijo que los trabajadores tenían derecho a la dignidad económica y que se ocuparan de asegurarla. Nada de esto era casual: desde Buenos Aires, Perón preparaba los lineamientos de la Secretaría de Trabajo y Previsión, desde la que lanzaría su proyecto político. Fue así que, alentada por Baldrich, en marzo de 1944 nació la Unión General de Trabajadores de la Industria Azucarera. Esta fue una de las numerosas aristas que marcaron la gestión de Baldrich al comando del Ejecutivo tucumano, las que incluyeron la expropiación de la compañía que brindaba los serviciones eléctricos, de la red de tranvías y hasta del ingenio Ñuñorco. Las diatribas contra el capital foráneo y una mirada paternalista sobre las capas medias y bajas de la sociedad se combinaban en esas intervenciones clásicas del Baldrich gobernador-interventor. Hasta que lo llamaron desde Buenos Aires,

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Partió entonces Baldrich para asumir como ministro de Justicia e Instrucción Pública de la dictadura. Siempre en el radar del peronismo -como lo había estado en el yrigoyenismo puro y duro-. Dejó en Tucumán su proyecto, continuado por el interventor Adolfo Silenzi de Stagni, pero duraría poco. Ya en agosto de 1944, con Enrique García al frente del Ejecutivo, el viento soplaba en otra dirección.

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“Cuando el desquicio liberal demostró su incapacidad absoluta, fue salvada (la patria) por quien debía salvarla: por la espada del soldado”. A confesión de partes, nada que agregar a lo que pensaba Baldrich del liberalismo y de sus cultores. Y si de liberalismo se habla en la Argentina, allí resplandece Rivadavia, ungido por Bartolomé Mitre como un pilar clave en la construcción nacional. ¿Fue cierta la anécdota del fusilamiento del cuadro? Hay quienes lo niegan, otros la dan por segura. De uno u otro modo, es absolutamente verosímil. Con semejante marco, todo era posible en aquel Tucumán. Como todo es posible en estos días. No es difícil imaginar a Baldrich llegando a la Casa de Gobierno con una sonrisa, feliz por la ausencia de aquella insoportable figura que le generaba pesadillas. Y a propósito, ¿qué habrá sido de los restos del cuadro?

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