Un presente angustiante y un futuro hipotecado. La radiografía social de la Argentina es demoledora: alrededor de un 40% de la población es pobre y ese porcentaje es aún mayor entre los menores de 18 años: las carencias afectan a seis de cada 10 niños y adolescentes en el país. La pregunta, como cada vez que se difunden los indicadores, se multiplica: ¿qué estamos haciendo como sociedad para revertir esta tendencia?
La respuesta es elocuente. A pesar de los esfuerzos individuales y solitarios de algunas organizaciones sociales y dirigentes, la Argentina carece de una política pública eficaz para encarar una guerra frontal contra la pobreza y la indigencia. En rigor, la responsabilidad no le cabe a un espacio político u a otro, sino que involucra a todos. El problema, entonces, radica en las dificultades para entender que se trata de un flagelo estructural, que mejora o empeora en apenas unos puntos según la coyuntura, pero que se mantiene inamovible en números altísimos a lo largo de los años y que condiciona cualquier posibilidad de desarrollo de la Argentina.
En 1975, el país contaba con 22 millones de habitantes y 3% de pobreza. Al finalizar la década del 90, la pobreza superó el 50% y se redujo al 27% en 2008/2009. Desde entonces, se mantiene estable en torno del 40%. ¿Cuál es la razón, teniendo en cuenta la fuerte inversión en gasto social del Estado? Argentina, por caso, es el segundo país de la región que más gasta en protección social como porcentaje de su PBI (sólo superado por Brasil).
Básicamente, los especialistas apuntan a la inflación. De hecho, las cifras oficiales muestran que cada vez es mayor la cantidad de trabajadores formales que demandan otro empleo para poder subsistir. En el caso de Tucumán, ese número se acerca al 30% de las personas ocupadas. “En Argentina la desocupación abierta no es el problema más serio, sino que lo es la precariedad laboral. Hay países centrales que tienen desocupaciones mucho más altas que las nuestras y las familias no pasan tantos inconvenientes”, compara el especialista del Observatorio de la Deuda Social de la UCA, Eduarzo Donza. Y agrega otro elemento: muchos de los que clasifican como ocupados son beneficiarios de programas de empleo con contraprestación. Sólo el Ministerio de Desarrollo Social tiene registrados casi 1,3 millón de beneficiarios. Es decir, sin esa asistencia, los índices de pobreza serían aún mayores.
Los números son más dramáticos en la franja etaria de los niños y jóvenes. La falta de dinero ha resentido la calidad de su alimentación: el 67% de los niños pobres ha dejado de comer carne en los últimos seis meses y el 40% no come verduras, frutas y lácteos. Esos alimentos fueron reemplazados, en el mejor de los casos, por fideos y productos en los que predominan los carbohidratos. El problema es que una mala o deficiente alimentación repercute de manera negativa en el crecimiento y en el desarrollo.
“Eso es muy serio porque es a futuro, es una hipoteca; no sólo ese chico pasa privaciones, sino que a futuro va a ser una persona que no está lo suficientemente alimentada, formada educacionalmente o que fue criada en un lugar con hacinamiento. Por eso no pueden insertarse laboralmente o una empresa que no consigue los trabajadores capacitados”, advierte Donza.
En definitiva, entender la gravedad del asunto y la imperiosa necesidad de encarar un gran acuerdo nacional para comenzar a corregir el rumbo es el primer paso. Dejar la indiferencia de lado, es otro. Pero sabiendo, siempre, que el camino será lento y que el compromiso debe ser total.