Accavallo en Tucumán: aeropuerto colapsado, euforia en Villa Luján y el nocaut digno de un campeón
En octubre de 1966 “Roquiño” enfrentó al paraguayo Bernal. Y aunque no expuso sus títulos mundiales la pelea se vivió con esa intensidad. El perfil de un grande del deporte nacional, a partir de su inolvidable paso por la provincia
¡Llega el campeón!, alertaba LA GACETA, mientras las radios invitaban a copar Defensores de Villa Luján para ver en directo a Horacio Accavallo. “Roquiño” surfeaba sobre la cresta de la popularidad aquel 7 de octubre de 1966: era el mejor peso mosca del mundo y semanas antes había defendido por primera vez la corona en el Luna Park ante el japonés Hiroyuki Ebihara. Tucumán le tendió su alfombra roja a aquel auténtico campeón del pueblo y Accavallo retribuyó tanto cariño noqueando al paraguayo Ursino Bernal -sin títulos en juego- en una velada de tribunas colmadas y corazones felices. Nadie intuía en medio de aquella euforia que Accavallo sólo subiría cuatro veces más al ring, hasta retirarse al año siguiente. Por eso es tan valioso este retazo histórico en la foja del enorme Horacio, fallecido ayer a los 87 años.
Pascual Pérez y Carlos Monzón fueron nuestros campeones mundiales más completos; y Nicolino Locche será por siempre el más espectacular de los bailarines que el pugilismo haya entregado. Víctor Galíndez y Jorge Castro acreditan la raza de los heroicos. ¿Y dónde encaja Accavallo? No hubo ninguno tan inteligente entre un encordado. Inteligente para disimular sus falencias técnicas y la carencia de una pegada letal explotando cada debilidad del adversario. Un especialista de ojo clínico para deducir el rumbo de una pelea. Cada combate se libraba con las reglas que Accavallo imponía sobre la marcha: más lento, más veloz, más intenso, más enredado. “Roquiño” era el amo de los tiempos y de las distancias. Pero además, cuando había que fajarse, Accavallo se fajaba a lo grande.
Tres veces había peleado en Tucumán, derrotando sucesivamente a Ramón Juárez (1957), a Héctor Coria (1958, su mejor pelea, en el marco de una inolvidable “ronda de los moscas”) y a Fidel Folch (1963). Pequeños grandes pasos para un prodigio de 50 kilos que apuntaba bien alto.
Aquellas incursiones por la geografía nacional eran obligatorias. La construcción de un récord era en aquellas épocas un finísimo trabajo de orfebrería deportiva. Y nunca era suficiente: para acceder a la chance mundialista Accavallo puso sobre la mesa una extraordinaria carrera de más 70 peleas y toda la cintura política de “Tito” Lectoure. La parada era bravísima: de visitante en Japón contra Katsuyoshi Takayama. Lectoure ni siquiera le abrió la puerta, apenas le mostró la rendija, y Accavallo hizo la pelea de su vida para imponerse en fallo dividido, ante la estupefacta multitud del Nippon Budokan. Se alzó entonces con las dos coronas de los moscas (Asociación y Consejo Mundial de Boxeo). El mejor de todos.
En el apogeo de su gloria Accavallo volvió entonces a Tucumán y el antiguo aeropuerto -donde hoy funciona el Conservatorio, sobre avenida Brígido Terán- colapsó ante tanto fanático deseoso de abrazar al campeón. Elegantísimo, con un saco cruzado y peinado a la gomina, marchó a la Casa Histórica para firmar el libro de visitantes. Y por la tarde se movió un poco en el gimnasio de Villa Luján, siempre asediado y admirado. A la noche cumplió con el trámite y puso nocaut a Bernal en el séptimo round. La pelea estaba definida desde mucho antes, pero “Roquiño” la alargó a propósito, un regalo para el público.
Esa inteligencia que lo hacía dominador del ring no se agotaba en el boxeo. Accavallo entendió cuáles eran sus límites, midió riesgos y tomó la decisión más difícil, pero a la vez extraordinaria: al igual que Monzón, se retiró campeón mundial. Tras defender la corona frente al feroz mexicano “Alacrán” Torres en el Luna Park, volvió a Japón para enfrentar a Kiyoshi Tanabe. Sufrió una derrota durísima, afortunadamente sin que estuvieran en disputa los títulos. Por eso, la revancha contra Ebihara en el Luna Park fue su tercera defensa y su despedida del pugilismo. Volvió a ganar, aunque en decisión dividida de los jurados. Estaba claro que sería la última función.
Una y mil veces le ofrecieron volver al ring. No se dejó ganar por la tentación; tampoco lo necesitaba, porque el camino de Accavallo fue el inverso al que recorre la mayoría de sus colegas. Todo lo que ganó lo invirtió para asegurar un retiro holgado. “Soy un comerciante que fue campeón mundial de box”, se autodefinió, y con todo lo que eso implica en Argentina. Una vez se puso a sumar los robos sufridos en sus negocios y el número fue implacable: 1.005. Jamás se rindió, ni siquiera cuando la vida le asestó el cross más demoledor y perdió a su hija en un accidente, en la década del 90.
Será porque había un Accavallo educado, comprador, vivaz, seguramente brillante en las formas, pero granítico en su interior. Le quedaba en el acento alguna pizca del sardo que le había transmitido su padre. El resto corrió por su cuenta, desde aquella niñez en Lanús en la que alternaba madrugadas de cartonero y lustrabotas con atardeceres de payaso, malabarista y faquir en un circo. Pero siempre quiso ser boxeador. Y allá fue, por el sueño.
El Accavallo arlequín fue protagonista de la película de su vida (“Destino para dos”, con Simonette y Nelly Beltrán), actuó en con Pepe Biondi en el viejo Canal 13 y en el éxito radial “La revista dislocada”. Fumaba dos paquetes de cigarrillos diarios y frecuentaba restaurantes árabes y armenios en procura de las exquisiteces de estación. La muerte de “Tito” Lectoure fue otro mandoble que le costó asimilar, así como el cierre del Luna Park para el boxeo. Mientras los años transcurrían, cada vez a mayor velocidad, en su eterna casa de Parque Patricios, generosa para los propios y -desde los 2000- recelosa de los extraños.
Accavallo se marchó de la provincia el 8 de octubre de 1966. Apenas habían pasado unas horas de la pelea con Bernal y la efervescencia se mantenía. Las trasnoches de Villa Luján, un reguero de cenas, cafés y brindis que se proyectaba hacia la plazoleta Mitre y la zona del Casino, fue más extensa que lo habitual. Ver un campeón del mundo en acción fue un regalo que Tucumán disfrutó y bien valía prolongar el relato hasta el infinito. Hasta en eso era distinto Accavallo. Siempre fue capaz de acomodar la narrativa hacia el final feliz, por más que al melodrama a veces lo ganara la melancolía. Por eso, y por tanto más, ya lo estamos extrañando.