La muerte de la reina Isabel II de Inglaterra interpela a la comunidad internacional (incluyendo a los argentinos, por supuesto) desde diferentes ángulos. Definitivamente, con su partida se cancela una era. Será interesante saber qué deparará el futuro para la familia real británica, por un lado, pero principalmente para las relaciones internaciones, área en la que la longeva monarca tuvo un rol destacado ¿Carlos III, el nuevo rey, estará a la altura de los acontecimientos que deberá enfrentar en este mundo pospandémico, vertiginoso y amenazado por conflictos que reeditan algunas crisis que parecían superadas? El tiempo lo dirá.
A lo largo de su extensa vida (murió el jueves a los 96 años) Isabel encarnó varios símbolos en los cuales seguramente se sustentará su recuerdo. En primer lugar, fue sinónimo de sacrificio: entró en la línea de sucesión inesperadamente cuando su tío Eduardo VIII abdicó del trono. La muerte de su padre le cambió el destino para siempre. A los 27 años se convirtió en reina y, partir de ese momento, consagró sus días a cumplir con ese rol. Inclusive tomando decisiones que seguramente causaron dolor entre los miembros de su familia. Desde que fue proclamada puso en un segundo o tercer plano cualquier otra función: antes que madre, esposa, hermana o hija, ella fue la reina.
En ese sentido también se destaca su sentido del deber. Antepuso la corona a los afectos y a las conveniencias personales. Eso quedó patente en innumerables ocasiones. De hecho, su última actividad oficial es una potente muestra de responsabilidad: a pesar de los claros signos de deterioro físico, recibió a la nueva primer ministro británica Liz Truss. Fue apenas 48 horas antes de su muerte. Quizás otra situación que refleja la determinación y el nivel de compromiso con su rol fue la decisión de enviar al ostracismo a su hijo Andrés -su favorito, según se dice-, luego de que quedara envuelto en escándalos judiciales.
Isabel también fue símbolo de estabilidad. Su presencia inalterable a través de las décadas, la moderación, el compromiso y la determinación en momentos críticos claramente se irradiaron sobre su nación y sobre buena parte de un mundo convulsionado por conflictos diversos.
En medio de los obituarios y de los recuerdos que se vienen publicando en las últimas horas, hay un dato significativo: el primer primer ministro británico que ella recibió como reina fue nada menos que Winston Churchill. El último (sin contar a Truss) fue Boris Johnson. Se trata de dos personajes que pintan al detalle las épocas en las que vivieron. Churchill fue un líder mundial que, entre muchas otras cosas, derrotó al nazismo e hizo un importantísimo aporte para delinear el mundo de posguerra, que se extendió hasta el final de la Guerra Fría. La vida política de Johnson, en cambio, se ha caracterizado por las controversias, los vaivenes y la imprevisibilidad. Estos extremos son también un reflejo del mundo que fue y del mundo en el que vivimos actualmente, cargado de contradicciones e incertidumbre que se potencian por los entornos digitales.
Sin dudas, para muchos argentinos cualquier referencia a Inglaterra genera dolor: las cicatrices de la guerra de Malvinas aún continúan abiertas y bajo ningún punto de vista se puede olvidar el sacrificio que hicieron nuestra tropas.
Pero tal vez hoy sea una buena oportunidad para que aquellos que ocupan cargos de poder en Tucumán, en Argentina y en el mundo se detengan unos instantes a observar algunas de las cualidades que mostró dejó Isabel a lo largo de su reinado, especialmente una: la certeza de que el poder es, antes que nada, un servicio.