Dante en ojotas

Dante en ojotas

el camino de un hombre que ha perdido todo.

28 Agosto 2022

NOVELA
PASAR EL INFIERNILLO
PABLO DONZELLI
(La Papa/Libros Tucumán)

¿Quién no ha sido derrotado por la vida alguna vez? Pablo Donzelli ha elegido narrar el camino de Camilo, el derrotado, el que ha perdido todo o casi todo. Su novela Pasar el Infiernillo es, en este sentido, una novela de iniciación en la derrota. Camilo escucha, sigue los latidos de su viaje, escucha, sueña, camina, y no llega a ninguna parte. En todo caso, lo que importa es el trayecto, el deambular sin rumbo. Acaso el sinsentido sea el objeto que dispara el viaje.

Camilo sale de su casa, asciende valles, corta quebradas, atraviesa una selva selva (como le llama el anciano de la Logia de corazones rotos), se salva de la doble selva luego de la lluvia y llega (¿es el fin?) al pueblo con la plaza. Los caminos de Camilo son los tramos de una anhelada iniciación. Como el personaje Dante de la Divina Comedia, el Camilo de Pasar el Infiernillo recorre las etapas de un infierno simbólico. Las torturas, los golpes, los roces de las caídas, se acumulan en el cuerpo y en el ego. En “la mitad del camino de la vida”, Camilo se topa con un anciano, con un versificador de décimas, con una mujer generosa (acaso una mujer ángel que no es Beatrice), unos trabajos para hacer, un muchacho que le pide que no se vaya, un trapecista con el perfil más cercano a Leonardo Favio que a Kafka. En los caminos, los desafíos se acumulan. Pero Camilo sabe -o presiente- que lo definitorio de su vida no está en la selva selva sino en la selva interior, acaso la “selva oscura” de Dante Alighieri.

En diálogos epifánicos -quizás- pareciera que Camilo alcanza un trozo de sentido. Ignacio, el que tiene el calzado hecho con restos de ruedas de autos, le cuenta su experiencia con el dolor: “Los que estamos aquí hemos decidido vivir en paz, nos rompieron el corazón y no estamos dispuestos a que lo vuelvan a hacer…”

El anciano que ha fundado la “Logia de Corazones Rotos” le explica cómo hace para sobrevivir a la muerte de su mujer amada: “Me convertí en un guardián de esa sonrisa que está alojada intacta en mi memoria”.

Camilo está atravesado por el dolor. Lo curioso -o no tanto- es que no acepte la invitación a quedarse en la Logia.

Cerca del final del libro, Chano, el médico filósofo más escéptico que él, le revela los ídolos (de Bacon), los engaños que se repiten en el tiempo, especialmente uno relacionado con el concepto de nación:  “Nos meten en la cabeza que somos todos de eso que nos muestran delimitado por unas líneas en mapas que entran en las carpetas de los que van a las escuelas. Mirá, los que deciden, decidieron abandonar el norte que, si no fuera por Belgrano, Güemes, y tantos hombres de aquí nos entregaban así como así…”

La pregunta es si Camilo puede salir de la selva oscura. A diferencia de Dante, Camilo no tiene Virgilio ni Beatrice y tampoco llega a un Paraíso. En oposición al italiano, Camilo rueda como una hoja al viento por la selva selva y su destino es incierto: el amor es ese frágil dios que lo ha expulsado del sentido y que, en una operación cruel hecha de infidelidad, lo ha sacado del desengaño. Camilo ha sido abandonado por una mujer (no hay Beatrice pía y perfecta) y no es el amor-pasión el que encuentra en la conjetural salida. Todo indica que Camilo no podrá salir, ¿acaso como ninguno de nosotros podrá hacerlo?

Indica el narrador que lo sigue muy de cerca: “Caminaba a ciegas, preocupado por lo que más de una vez había leído: que… cuando no se tenía parámetros definidos, se caminaba en círculos”. ¿El viaje de Camilo dibuja un conjunto de círculos? ¿Camilo sale de la selva selva y no saldrá de la selva oscura? Como Dante, Camilo recorre círculos pero a diferencia del italiano no sale de ellos.

No revelaré el final del viaje: no creo que el relato se defina por el punto último. Sólo diré que Camilo vive su momento de éxtasis, de mínima felicidad. Avanza como un niño por una polvorienta plaza de pueblo y en un flash sucede lo que debe suceder: el inicio de otra revelación.

© LA GACETA

Fabián Soberón

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