Periódicamente, la Argentina vive olas “evitistas”. El estreno en 1996 de la película Evita, dirigida por Alan Parker y protagonizada por Madonna -más allá del paladar popular- produjo una de ellas. Pero fue al año siguiente que la proyección del documental Una tumba sin paz, del cineasta Tristán Bauer, despertó mi curiosidad. Especialmente, sus últimos minutos cuando el locutor dice que el cadáver de la segunda esposa de Perón, después de un derrotero macabro por Buenos Aires, fue sacado sigilosamente del país y enterrado clandestinamente en un cementerio de Italia con la cobertura del Vaticano.
Como periodista dedicado a los temas religiosos y, en particular, al quehacer de la Iglesia católica, no ignoraba la relación que se establecía entre la desaparición del cuerpo de Evita y la Santa Sede. Pero presentí que, desde mi trabajo en el diario Clarín, había llegado el momento de encarar una investigación para determinar cómo había sido la participación eclesiástica y sus razones. En definitiva, quería intentar dilucidar completamente uno de los secretos mejor guardados de la historia argentina.
El gran escritor Tomás Eloy Martínez, en su magnífico libro Santa Evita, había avanzado en el tema. Principalmente, a partir de que logró que el coronel Héctor Cabanillas -que, como jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército, había intervenido directamente en el traslado del cuerpo en 1957 y su devolución a Perón en 1971 en Madrid, y era el gran “dueño” del secreto- le contara parte de la increíble historia.
Sin embargo, Tomás Eloy Martínez no pretendió hacer un racconto minucioso y totalmente fidedigno, sino una novela con las licencias del caso. Además, presuntamente por un acuerdo con Cabanillas, no reveló los verdaderos nombres de los protagonistas. Pero, sobre todo, no contó -seguramente porque no se lo reveló Cabanillas- cómo fue la intervención de la Iglesia y cuáles sus motivaciones.
Sin más, le propuse la investigación al diario que no solo la aceptó en el acto, sino que decidió conformar un equipo de trabajo que avanzara en varios aspectos. En mi caso debía ocuparme específicamente de la participación de la Iglesia. Pasé horas en el archivo de Clarín rastreando los diarios de la época de la devolución del cuerpo. Había vagas referencias a la intervención eclesiástica.
El Vaticano salió a aclarar en aquel momento que desconocía todo. Pero una mención en un artículo de que una congregación italiana -la Compañía de San Pablo- había participado empezó a señalarme el camino. La dificultad era que prácticamente no había quedado nadie en el país de esa comunidad, producto de un declive de su actividad luego de haber tenido un gran auge a comienzos del siglo XX.
Después de mucho revisar artículos y hacer consultas surgieron los nombres de dos sacerdotes: Francisco Rotger y Giulio Madurini. Pude hallar en Avellaneda al último sacerdote paulino, ya anciano, que quedaba en el país. Era el padre Modesto González, quien me dijo desconocer los hechos, que Rotger había muerto hacía años y que Madurini estaba en la sede central de la comunidad, en Milán.
El dato fue clave. Viajé a Italia y logré que Madurini -que había participado de la devolución del cuerpo en Puerta de Hierro y firmado el acta correspondiente, pero con un nombre falso- rompiera el silencio. Fueron cinco horas de charla con mi colega Julio Algañaraz. El rompecabezas de la operación comenzaba a armarse.
La visita al cementerio Mayor de Milán y el acceso a los registros de inhumación y exhumación de María Maggi de Magistris -tal el nombre falso con el que estuvo enterrada Evita durante 14 años- fue ilustrativa. Quedó, claro, además, que no todos en la congregación estaban de acuerdo con intervenir.
En Buenos Aires, el Ejército abría sus archivos y permitía además que también diera la cara por primera vez el suboficial Manuel Sorrolla. que había acompañado el traslado en barco del féretro a Milán en abril de 1957 y luego, en setiembre de 1971, por tierra, hasta Madrid.
El resultado fue volcado en un suplemento de 24 páginas que se publicó en 1997. Bajo la dirección de María Seoane, colegas como Matilde Sánchez, Alberto Amato y Daniel Juri, fueron parte de una tarea apasionante y a la vez muy desafiante.
En mi caso, seguí investigando durante cinco años más para la publicación de un libro. Pude establecer que el entonces Papa Pío XII había prestado su asentimiento para la operación.
Entre otros documentos, obtuve copia de la autorización que la madre de Evita, Juana Ibarguren, firmó para que el gobierno que derrocó a Perón cuidara del cuerpo, aunque murió sin conocer su destino.
De la intervención de la Iglesia surgen dos datos objetivos: contribuyó a que el principal emblema peronista fuese ocultado tal como querían los militares, pero posibilitó que el cuerpo se haya preservado.
La investigación quiso ser un aporte al conocimiento de un turbulento y escabroso pasaje de la historia argentina que tiene como telón de fondo un veneno de la política: el odio.
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Sergio Rubin – Periodista, desde 1994 tiene a su cargo los temas religiosos de Clarín. Es coautor, junto a Francesca Ambrogetti, del best seller a nivel mundial El Jesuita: conversaciones con el cardenal Jorge Bergoglio, y autor de Secreto de confesión. Cómo y por qué la Iglesia ocultó el cuerpo de Eva Perón durante 14 años (Ediciones B).