El poeta Jorge Calvetti le sirve de guía y ambos llegan a nuestra casa en Yala, a media mañana de un día luminoso del otoño. Italo Calvino viene acompañado de Chichita, su mujer, que es argentina. Calvino no denuncia su edad, parece a primera vista un muchacho tímido, poco locuaz y, a la vez, robusto y enfermizo. Lo habíamos recibido en el portal y juntos atravesamos el sendero hasta la casa: Calvino guarda silencio, observa los grandes árboles del pequeño parque que rodea nuestra casa y buscamos cobijo formal en la sala. Como en el primero y segundo round, la conversación inicial es previsible, convencional y tentativa. Ahora no recuerdo si Calvino bebe alcohol de entrada, pero el poeta Calvetti con gran naturalidad sí y le acompaño. Durante la comida y después de ella la conversación se desordenó animadamente y cada uno fue por un momento fiel a sí mismo, como suele ocurrir en trances semejantes; y sobre todo cuando descubrimos casualmente orígenes geográficos comunes, remotos: mi abuelo español nacido en Cuba, luego de la guerra, y él nacido también por un azar, aunque más explicable, si es que el destino lo fuere. Con Flora, mi mujer, habíamos vivido en Milán y conocíamos Turín y así los genéricos rasgos de aquellas sociedades. “Parece raro”, le dijo mi mujer a Calvino, “aquella vegetación frondosa y esos personajes rampantes…No son propios de un escritor de la Lombardía o de la Riviera…”.
“Claro que no” dijo Calvino. Y después explicó que había nacido en Cuba cuando sus padres, botánicos, estaban a punto de regresar a Italia después de haber pasado varios años en el Caribe, y que sus padres estudiaban e investigaban el reino vegetal, la botánica y la genética, y que habían conformado –ya regresados a Italia- un gran jardín o una granja con plantas exóticas en San Remo, de donde salían las chirimoyas, toronjas y aguacates, frutos excéntricos para la Italia de entonces.
Ahora creo que yo fui quien perpetró la estúpida pregunta que suele hacerse a un escritor, es decir, cuándo comenzó a escribir, y él dijo que comenzó después de la guerra y que antes no se sentía capaz por falta de experiencia. Y yo alcancé a decir: “el exilio, las guerras (acabábamos de regresar de uno y otra) favorecen o producen la mala literatura ¿no cree?. Calvino dijo que sí, que también él lo creía, pero que de cualquier forma eso era inevitable.
Yo quería preguntarle de Elio Vittorini, de su larga convivencia, del hombre, del militante, del hijo, del vecino y del compañero, más que del escritor, que de eso lo sabía casi todo. Sabía también que habían sido muy amigos y quise preguntar si incluso a pesar de eso se conocieron bien. “Creo que sí”, dijo, y después dijo que al final de su vida estaba muy mal y descontento con todo lo que había hecho y que de entonces en adelante ya no sería igual.
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* Publicado en LA GACETA Literaria en 1997.