Muy pronto, cuando nuestra democracia cumpla 40 años de ininterrumpido ejercicio institucional (crucemos los dedos) se hablará mucho de Raúl Alfonsín. Así funciona la historia: a medida que tomamos distancia de los hechos las interpretaciones van ganando en calidad y en profundidad. Los contextos se comprenden mucho mejor. Y las acciones se valoran en la justa medida, descontaminadas de los ruidos coyunturales que las ponen en duda o les restan importancia. Se hablará mucho de Alfonsín y de sus años en el poder; de lo que hizo y de lo que no pudo hacer: de sus aciertos y de sus errores, que pasaron básicamente por el plano económico y terminaron llevándose puesto su gobierno en la vorágine de una hiperinflación (más del 700% mensual en mayo de 1989). En todos esos enfoques que se ensayen de Alfonsín surgirá la pregunta: ¿fue realmente un estadista? O más bien, ¿fue nuestro último estadista?
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Hoy se cumplen 36 años de un episodio que pinta a Alfonsín como un visionario. El 29 de julio de 1986, el entonces Presidente de la Nación recibió en Buenos Aires a su par brasileño José Sarney. Venían trabajando juntos en un proyecto integrador y algunos meses antes -en noviembre del 85- habían inaugurado el “Puente de la Fraternidad” que une Puerto Iguazú con Foz, la ciudad espejo del otro lado de la frontera. Lo que estaban haciendo Alfonsín y Sarney, con la cataratas de fondo, era construir el futuro Mercosur a partir de un sueño compartido: transformar la región en un bloque económico compacto y poderoso, aspirante -con el paso del tiempo- a alcanzar un estatus similar al de la Unión Europea. Pero había mucho más. Aquel acto en pleno invierno del 86, en el mejor momento del Plan Austral que el Gobierno había lanzado para equilibrar la economía, cambiaba el eje de las relaciones entre dos países que se miraban de reojo. Alfonsín y Sarney, devenidos buenos amigos, desarmaron las hipótesis de conflicto dibujadas una y otra vez en las mesas de arena militares y se presentaron al mundo como socios.
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Aquí no hay exageraciones. Los Estados Mayores receleban, en especial el brasileño, temeroso de los avances argentinos en energía atómica y de la delantera que nuestro país llevaba en la materia. Que Argentina fuera capaz de construir un arma nuclear antes que Brasil era el mayor de esos temores. Todo alimentado por años de desconfianza mutua. Alfonsín y Sarney terminaron con esa historieta cuando firmaron un acuerdo de cooperación para el empleo pacífico de las centrales atómicas y, al unísono, abrieron sus programas para que el vecino viera de qué se trataban. En algún momento, producto de la escalada militarista traducida en la multiplicación de dictaduras por el Cono Sur, preocupaba la posibilidad de que entre Argentina y Brasil se produjera un escenario similar al de la India y Pakistán. O sea: países vecinos dotados de bombas nucleares. Alfonsín y Sarney fueron los presidentes justos en el momento justo y todo aquello que hoy parece tan improbable, pero era absolutamente real, terminó siendo carne de archivo.
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Alfonsín vio todo esto con claridad y obró en consecuencia. Lo mismo hizo tratándose del diferendo limítrofe con Chile, aquel que estuvo a punto de provocar una guerra en 1978 -cuando un trasnochado general autóctono (Luciano Benjamín Menéndez) había afirmado “cruzaremos los Andes y orinaré en el Pacífico”-. A ese derramamiento de sangre lo detuvo una mediación del Vaticano; mediación que se verificó mucho más oportuna cuando al desclasificarse los documentos quedó en evidencia que el plan de los militares argentinos era una chapucería y habría conducido a un desastre. No hubo guerra pero el diferendo se mantuvo, hasta que Alfonsín cortó por lo sano y convocó a un plebiscito nacional. La cuestión era aceptar que tres islas (Lennox, Picton y Nueva) quedaran del lado chileno, en el marco de un definitivo trazado de límites en el Canal de Beagle. Quienes se oponían denunciaban una entrega de la soberanía lindante con la traición y afirmaban -hay que revisar los artículos de la época- que la pérdida de la Patagonia sería inevitable antes del año 2000. Pero Alfonsín supo convencer a la ciudadanía y el “Sí” -en favor del definitivo acuerdo de paz con Chile- se impuso con el 82% de los votos. La Patagonia, por si quedaban dudas, siguió siendo argentina.
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De lo que se arrepintió Alfonsín, y así lo subrayó en más de una oportunidad, fue de no haber concretado el traslado de la Capital Federal a Viedma-Carmen de Patagones. Le faltaron tiempo y recursos, es cierto; también energía, tratándose de un momento complejísimo en el que mantenía demasiados frentes abiertos. Pero ese plan, que estaba mucho más avanzado de lo que la sociedad percibía entonces y de lo que se supone hoy en día, habría significado un verdadero cambio de paradigma. El país federal con el que soñaba Alfonsín realmente podía empezar a construirse a partir de esa mudanza histórica, que estuvo claramente delineada en los papeles -con lujo de detalles- y anunciada a la población por cadena nacional el 15 de abril de 1986. Era el Plan Patagonia, inspirado -y nada de esto es coincidencia- en la Brasilia que Oscar Niemeyer alzó en medio de la selva. Si Brasil inventó una capital en el corazón de su vasta y frondosa geografía, Alfonsín la proyectó mirando al sur y al mar. Si no asoman en esa iniciativa las marca del estadista, ¿dónde más?
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Vivimos atados a la eterna espera del hombre o de la mujer providencial que nos saque de las miserias cotidianas. Será porque tenemos instituciones débiles y no contagian la confianza suficiente para edificar a partir de ellas. O será porque la historia argentina es un festival de personalismos y estamos acostumbrados a esa dinámica. La cuestión es que cuando esos líderes aparecen suelen ser víctimas de los tiempos que les tocaba transitar. Siguiendo el hilo de los aniversarios, hoy se cumplen 22 años del suicidio de René Favaloro. Un hombre que, sencillamente, no pudo más. “En este último tiempo me he transformado en un mendigo. Mi tarea es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita seguir”, expresó el célebre cardiólogo. Hablaba de los problemas económicos de la Fundación que él había creado. Ninguna de esas puertas se abrió. Encerrado en un baño, Favaloro se disparó en el pecho. Cuando se escuchó su voz, cuando se leyeron las cartas que había dejado, era demasiado tarde.
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Los estadistas no salen de repollos; siempre serán emergentes de un caldo social. Alfonsín, como Favaloro, fue producto de otra Argentina. Se educaron en la universidad pública y desde jóvenes fueron capaces de delinear una visión. En Alfonsín se dibujaron los trazos del estadista; ese es el legado que se consolida a medida que pasan los años y su pensamiento va interpretándose sin la carga pasional de lo contemporáneo. Los episodios que hoy se leen con la letra cursiva del aniversario son, ni más ni menos, que el ejemplo de todo eso.