¿Cuándo empezó la obsesión? No hubo un único instante sino distintos momentos en los que la historia fue apoderándose del escritor. Uno de ellos, probablemente, se produjo en los días posteriores a la muerte de Eva Perón, a fines de julio de 1952. Algunas semanas antes, Tomás Eloy Martínez, por entonces un estudiante de 17 años, había publicado un cuento en LA GACETA Literaria. El protagonista es un fantasma que no acepta la muerte. En un pasaje, el narrador menciona a Endimión, el pastor mitológico al que Zeus le concede una juventud eterna. Las ideas del cuento deben haber revivido en el autor al ver las imágenes de las filas interminables de devotos esperando durante horas o días para ver el cuerpo de Eva, congelado en sus 33 años, a través del vidrio que cubría el féretro instalado en el Concejo Deliberante de Buenos Aires.
Encontré ese cuento en 2008, en el archivo del diario, y se lo mostré a Tomás Eloy -quien no lo recordaba-, marcándole las coincidencias entre sus personajes y los de Santa Evita y Purgatorio, la novela que acababa de publicar. “Lo que ocurre –me dijo- es que uno es siempre el mismo. El ser es idéntico; lo que cambian son los aprendizajes, las impregnaciones que el mundo te deja. Si tenés una sola entidad, un solo ser, sos fiel a vos mismo. Y sos el mismo escritor, mejor o peor, siempre”. Oscar Martín Aguierrez analizó –como consignamos en este número- la conexión entre Santa Evita y Bazán (2006), el último cuento de Tomás Eloy publicado en este suplemento.
La reaparición del cuerpo
Esa mujer, el relato de Rodolfo Walsh alimentado por las conversaciones del autor con el teniente coronel Moori-Koenig -encargado del secuestro del cuerpo de Eva de la CGT después del golpe del 55-, se publicó en el mismo año en que Martínez hizo su primera entrevista a Perón. Cuatro años después sumaría 30 horas de entrevistas a lo largo de cuatro días en Puerta de Hierro. Ese mismo año se encontró con Walsh en París. Comentaron el rumor que ubicaba el cuerpo en la embajada argentina en Bonn. Tomás insistió en viajar a buscarlo. Pero si logramos sacarlo de allí, se preguntó, ¿qué hacemos?
Un año más tarde, José Claudio Escribano dio la primicia de la reaparición del cuerpo, en una tumba apócrifa en Milán, y de su inminente devolución a Perón. Se sumaron, a partir de entonces, más capítulos a la historia del cadáver que parecen extraídos de un relato fantástico. Cómo contar, por ejemplo, la escena en la que José López Rega encabeza una ceremonia esotérica en la que pretende transmitir los poderes de Eva –cuyo cuerpo yace sobre una mesa en Puerta de Hierro- a una Isabel que se entrega mansamente al ritual.
La novela de Perón es el intento de Tomás de reconfigurar la imagen que Perón ha transmitido, con su intermediación periodística, a través de la publicación de sus memorias en la prensa argentina. Martínez encontró múltiples contradicciones entre la versión autobiográfica del líder y las pruebas documentales y testimonios que había reunido. La novela se publicó primero por entregas, entre agosto de 1984 y junio de 1985, en el semanario El periodista. Allí el autor constató lo que llamó “el efecto de contigüidad”; al convivir en las páginas de la publicación junto a artículos sobre hechos reales, la ficción fue leída por muchos como una crónica.
El llamado
En 1989 recibió un llamado, a las once de la noche, de un oficial retirado de los servicios de inteligencia que decía ser uno de los encargados del ocultamiento del cuerpo de Eva. Tuvo tres reuniones, con él y otros dos militares, que pusieron en marcha la escritura de Santa Evita. Hubo varias versiones. Las primeras, decía, nacieron muertas. Hasta que encontró el eje. Su mujer le sugirió arrancar en el momento en que Eva sabe que la muerte se acerca irremediablemente. Y, desde allí, retroceder hacia los “puntos ciegos” de su vida, y avanzar con el derrotero del cuerpo.
Una de las lagunas de la historia es la de las horas previas al “renunciamiento” del 31 de agosto de 1951, en el que sorpresivamente Eva se bajó de la fórmula presidencial. Tomás había entrevistado al peluquero de Eva en 1958. Lo imaginó, en ese día de 1951, escuchando desde un cuarto contiguo en el que debía preparar el peinado de Eva para el acto, una discusión con Perón. A Eva pidiendo explicaciones sobre su rechazo a su candidatura a la vicepresidencia. Y a un Perón diciéndole: “Estás muriéndote de cáncer y eso no tiene remedio”.
Esta frase imaginada ha quedado estampada como verdadera en infinidad de artículos periodísticos, ensayos históricos y documentales. Como también “Coronel, gracias por existir”, que Martínez coloca en boca de Eva en la escena en que se conocen en el Luna Park. Para darle verosimilitud, el narrador sostiene que ha reconstruido, a través de la lectura de labios en los documentales de la época, qué se dijeron en ese encuentro que cambió el destino argentino.
La historia del libro
La inseguridad del autor sobre lo que iba a ocurrir con el libro comenzó a disiparse en Cartagena de Indias, cuando visitó a Gabriel García Márquez, con quien habían apostado quién terminaría primero el texto que cada uno de ellos tenía entre manos.
A Noticia de un secuestro le quedaban todavía algunos meses de escritura cuando Tomás llegó con su borrador de Santa Evita. Gabo la leyó en una noche, de un tirón. A la mañana siguiente le dijo “Tomás, tienes un bombazo”.
La historia de la novela tiene sus puntos de contacto con la que escribió Tomás, en The New York Times, sobre el nacimiento de Cien años de soledad. El había sido uno de los primeros en leer el borrador de ese colombiano desconocido que disparó la primera crítica en Primera Plana anunciando “la gran novela de América”.
Tres décadas más tarde era Gabo, acompañado luego por Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa -los otros dos íconos del boom- el que anunciaba la llegada de “el libro que esperaba leer”.
Cuando se publicó una crítica de La novela de Perón en The New York Times, Tomás llamó a su madre para comentarle el logro. “Está muy bien -le dijo- ¿pero cuándo sale en LA GACETA?” En 1997 Tomás ya no podía llamar a su madre -fallecida cinco años antes- para contarle que el NYTimes ahora le había dedicado toda la página 3 del cuerpo central. La publicación generó un terremoto editorial. El libro superó el millón de ejemplares vendidos y las ediciones en una treintena de lenguas lo convirtieron en la novela argentina más traducida de todos los tiempos.
En el día previo a la presentación de Santa Evita en Tucumán, Tomás se sentía aliviado, sin el peso del fantasma que lo había acompañado por un cuarto de siglo. “Es el final de las ficciones peronistas”, vaticinaba. No obstante, todavía restaba publicar Las memorias del General y, su versión ampliada: Las vidas del General, con un capítulo dedicado a inventariar la génesis de Santa Evita.
Escribir hasta el final
En 1998 un oncólogo le dijo una frase similar a la que él había puesto en boca de Perón para derribar el proyecto político de Eva. Le dio seis meses de vida por una metástasis derivada de un cáncer de riñón. Lo único que quería era tiempo para terminar de escribir su nueva novela. Tomás escribió desafiando el pronóstico, y la enfermedad remitió. Le ganó por más de una década al pronóstico médico y publicó El sueño argentino, Ficciones verdaderas, El vuelo de la reina, Réquiem de un país desperdiciado, El cantor de tango y Purgatorio.
Un tumor cerebral sumó un desafío adicional. Lo recuerdo en La Biela contándonos a mi padre y a mí cómo lo habían operado de ese tumor, estando consciente, para testear las zonas del cerebro que estaban tocando. El cirujano le pidió que le contara algo mientras lo operaba y Tomás le narró la novela que estaba escribiendo.
Lo visité en su departamento porteño después de la publicación de su última novela y durante la escritura de El Olimpo, la novela que quedaría inconclusa. Hablamos sobre Simón Cardoso, el resucitado con reminiscencias de Eva. ¿Y qué quedará de ella? “Los mitos son difíciles de destruir; la Eva que prevalecerá es la Eva mítica”, dijo. Recorrí con mi vista el estante de su biblioteca con las traducciones de Santa Evita, probé el sillón anatómico donde escribía y me metí en el rincón que tenía para ver películas. ¿Había imaginado a su Santa Evita llevada al cine? “Los capítulos de la novela los imaginé como escenas de una película; luego les puse palabras”, recordó.
El cine estuvo en su vida desde sus comienzos. En LA GACETA, tempranamente, escribía críticas de cine como segundo de Julio Ardiles Gray. Luego lo haría en La Nación, incursionaría en la redacción de guiones con Augusto Roa Bastos y en la escritura de ensayos sobre cine, como La obra de Ayala y Torre Nilsson…, su primer libro.
En enero de 2010, Tomás llamó por teléfono a mi padre. Comunicándose con la ayuda de uno de sus hijos, le contó que había pedido que lo llevaran a la playa para ver, por última vez, el mar. Sintió el frío del agua en los dedos de sus pies por unos segundos. Es suficiente, dijo, quiero volver a casa a escribir.
Un par de días después, Jorge Fernández Díaz le pidió a mi padre una nota para La Nación sobre Tomás Eloy, a quien le quedaban pocos días de vida. La nota de mi padre, a quien también -sin saberlo- le quedaban días de vida, empezaba por donde todo empezó. El día en que, siete décadas atrás, un adolescente fue a verlo para pedirle que le publicara una nota. El día en que se inició la carrera de un gigante de la literatura y el periodismo.
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