Las esclavas de la droga

Después de varios años, Teresita Raso finalmente se siente libre. No sólo porque la Corte Suprema de Justicia de la Provincia entendió que ella también había sido víctima y anuló la condena que había recibido por un crimen. Nadie vio su caso. El Estado la abandonó y las organizaciones que defienden los derechos de las mujeres y asisten a las víctimas de violencia de género tampoco hicieron nada por ella. En los cuatro años que estuvo privada de la libertad luchó contra viento y marea. En ese tiempo, y casi sin ayuda, dejó de ser una esclava de las drogas.

Le dicen Jenny, pero es reconocida por esa joven mujer que pide limosna en Barrio Norte. Detrás de esa chica de unos 30 años hay una historia que pocos conocen. Hace una década comenzó a ejercer la prostitución y las tentaciones de la noche, combinada con las necesidades, la arrimaron a la droga. Fue atropellada por un vehículo en la autopista cuando regresaba de La Costanera, el barrio que la vio crecer. La internaron. No aguantó la abstinencia y terminó escapándose del hospital. Por eso camina con muchísima dificultad. No para. Está todo el día de un lado a otro buscando cómo drogarse. Los familiares poco pueden hacer para retenerla. En invierno o en verano siempre tiene la cabeza tapada con alguna capucha. La cubre con un propósito: no quiere que nadie vea la maraña de cabellos enredados y sucios. Antes, los vecinos la bañaban y le entregaban ropa, pero ya no pueden seguir ayudándola. Las sustancias le han generado tanto daño que transita por las calles hablando sola. ¿Nadie ve esto? Es otra esclava del paco o de la pasta base. Su destino está cantado. Morirá en la calle, con suerte, de manera natural.

Raso, en su juventud, pasó las de Caín en Monteros, donde muchos vecinos la siguen mirando sorprendidos cuando la ven caminar por la calle. Quedó huérfana cuando era una adolescente que seguía luciendo un uniforme. Sin que se diera cuenta, cayó presa de las adicciones. En unos meses perdió todo y terminó viviendo en la calle. Hubo una sola persona que le dio un lugar para dormir: un transa. Fue una de sus mujeres y, durante un largo tiempo, soportó humillaciones, golpes y abusos por parte de “Pony” Danum. Su historia salió a la luz cuando la pareja asesinó a Giselle Barrionuevo, otra adolescente. La coartada del acusado fue que había estado toda la noche con una joven en un hotel alojamiento. La chica lo desmintió en el juicio al afirmar que sólo estuvo con él durante un par de horas y que lo había hecho porque la llamó para ofrecerle cocaína cuando estaba en pleno tratamiento de rehabilitación. Después de dos años, un tribunal condenó al imputado a prisión perpetua y a ella, a 10 años por el homicidio registrado en 2018.

El psicólogo social Emilio Mustafá advirtió que el problema es grave. “Una mujer es estigmatizada por su condición, por ser pobre y por ser adicta. Es gravísimo porque esto también se está replicando en la clase media y alta”, indicó. Aprovechándose de su estado de vulnerabilidad, los transas suelen obligarlas a trasladar cocaína en sus vientres, a esconder las sustancias y las armas de la red de narcomenudeo y a vender dosis. A las adictas, directamente las esclavizan. Por dosis, las tienen cautivas en los “fumaderos” -lugares donde consumen- para que mantengan sexo con sus clientes. “Lo toman como un atractivo más para que les compren a ellos”, dijo un investigador de una fuerza federal. En nuestra provincia no hay comunidades terapéuticas para enfermas. A lo máximo que pueden aspirar es a un tratamiento de desintoxicación que, como mucho, puede durar un mes, pero después de recibir el alta, nadie controla cuál fue la suerte de la paciente. Tampoco hay un seguimiento para aquellos niños que están en el vientre de una madre consumidora, la misma que algún momento dará a luz y, si el bebé sobrevive, los médicos no sabrán cómo tratarlo por su abstinencia.

Teresita, en una entrevista con LA GACETA, dijo que el verdadero infierno de su vida fue la droga, no los cuatro años en los que estuvo detenida. En ese horrendo mundo de barrotes ella logró lo que muchos creen que es imposible. Por voluntad propia dejó de consumir. Terminó el secundario y comenzó a estudiar el oficio con el que piensa progresar para cumplir su sueño: tener un hogar que la contenga. Lo hizo sola, con el apoyo de la defensora oficial Raquel Ferreira Asís, que peleó a capa y espada para que la Corte anulara la condena que había recibido. Mustafá consideró que el caso de la joven puede considerarse como una excepción. Pero es un contundente ejemplo de que sí hay mecanismos para liberar a las esclavas de las drogas

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