Tomás Eloy Martínez no solo arma un archivo, sino que lee las constantes, nos propone interpretaciones a través de personajes conceptuales. Los mitos que nos entregan claves de un país que parece haberse perdido, prendado nostálgicamente de un pasado, marcado por la experiencia peronista y desgarrado por la dictadura.
Martínez publicó una serie de crónicas sobre el final de su carrera en los periódicos más importantes del país, compilados en tres antologías: El sueño argentino (1998) y Argentina y otras crónicas (2011), ambos editados por Carmen Perilli, y Réquiem por un país perdido (2003), a cargo de Gabriela Esquivada. La problemática central es la Argentina y su destino. El cronista considera que “las patrias no se pierden... porque todos, o casi todos, llevamos la patria puesta a donde quiera que vayamos”. Como señala Benedict Anderson, las naciones son comunidades imaginadas que arman un relato y un mapa.
Envuelta en la bruma de la irrealidad, la Argentina se escribe en tonos tristes y melancólicos. Se sostiene sobre mitos endebles: “En los libros donde por primera vez leí los relatos de la nación…, la censura de nuestros orígenes era deliberada y respondía a un proyecto político: el proyecto de convertir a la Argentina en un país de cultura europea, habitado por hombres de raza blanca”.
El escritor afirma que el país puede ser “un animal monstruoso y autodestructivo” ya que “los que se erigieron en civilizadores rara vez emplearon otro recurso que el de la barbarie”. La modernidad y el orden parecen acarrear violencia y devastación: “Cuando volví, en mayo de 1984, los estragos del Proceso se veían por todas partes. Era un país vaciado de sí mismo”.
La última dictadura militar otorga una forma final a la pesadilla que se inicia en los años 30 del siglo XX. Reflexiona: “Todos los días, en la infinita historia, los seres humanos imaginan una manera nueva de llevar el odio más allá de la muerte. Pocas veces, sin embargo, las consecuencias fueron tan crueles como en la Argentina de 1976 a 1983. Ese pasado está dentro de nosotros y no hemos sido capaces de abarcar todavía su inmensa malignidad”.
Los títulos de sus libros de crónica remiten a ese clima de pérdida y melancolía. Angustiadas preguntas resuenan hasta ahora: “¿Dónde está la Argentina? ¿En qué confín del mundo, centro del atlas, techo del universo? ¿La Argentina es una potencia o una impotencia, un destino o un desatino, el cuello del tercer mundo o el rabo del primero? ¿Hay un lugar para la Argentina, una orilla, un rinconcito donde acomodarla sin que a cada rato estén moviéndola el humor de sus gobernantes y la imaginación de sus legisladores? ¿O la Argentina está en ningún lugar y entonces los argentinos pertenecemos a nada, somos los únicos hijos legítimos de la utopía?”
El cronista desnuda el revés de la narrativa identitaria donde la muerte y la violencia son un lugar común. La escritura es un espejo cuya enigmática y fascinante superficie nos interroga. En todos los trances históricos decisivos el Estado apeló a la eliminación de los diferentes: “¿La Argentina, el granero del mundo? Eso fue hace medio siglo. Ahora el país danza un tango patético en el confín del globo terráqueo: avanza un paso, retrocede dos y luego gira sin ton ni son. Está en perpetuo movimiento, los hechos van y vienen como rayos -las crisis, las rencillas, las reconciliaciones-, pero al fin todo queda como estaba. ¿Y el tango vuelve a comenzar?”
La nación de los fines del siglo XX se ha transformado en es el país de los cartoneros, el de “las aguas quietas de la desgracia”, el país de “luces apagadas”, “caído en el centro de la desesperanza, en el ojo de la tempestad”. Un país que pone en juego figuras de pérdida y pobreza: desde el relato de ciudades como Esteco y Trelew; hasta el jardín de soles oscuros de Tucumán. El camino de salida muestra constantes recaídas en impunidades y necrofilias. En este país las tumbas sin sosiego se multiplican. En medio de la cultura de la fiesta, está la pasión hipnótica por el vacío. “Las necrofilias de ahora tal vez sean, entonces, tan sólo un juego de ilusiones y apariencias, en el que, por no saber lo que somos ni lo que tenemos, nos aferramos a los despojos de lo que ya fue”.
Tomás se convierte en un cronista de los sueños y las pesadillas. La historia está cifrada en un largo duelo entre Borges y Perón. Si para Perón, “La única verdad era la realidad”, Borges, desde el descreimiento, proclama su probable inexistencia. La Argentina puede ser ese confín del mundo, ese desierto al que todos dan la espalda. Insiste en la necesidad de un nuevo proyecto nacional para el siglo XXI: “En todo fin hay siempre la promesa de un principio, así como en toda profecía de apocalipsis hay siempre el anuncio de un paraíso futuro”.
Sólo el reconocimiento de nuestros problemas permitirá “recrear una comunidad que rechace a los demagogos y a los funcionarios rapaces, depredadores, impunes e inútiles que abundaron en los últimos años. La Argentina está vacía de casi todo: reservas, recursos, valores. La única ventaja de la pobreza es que, cuando se empieza de cero, siempre se puede empezar mejor”. Tomás Eloy Martínez, como los cartógrafos, describe, mide y representa las ficciones de la cultura nacional pintando un fascinante y aterrador mapa de nuestro imaginario social. Enfatiza la necesidad de construir, aunque tampoco tenga claro qué, cómo, ni con quiénes. Aunque ya no esté con nosotros nos deja llenos de interrogantes.
© LA GACETA
Carmen Perilli – Compiladora de Tomás Eloy Martínez. Relatos infieles; y de El sueño argentino y Argentina y otras crónicas, de Tomás Eloy Martínez.