Por José María Posse - Abogado. Escritor. Historiador.
Corría 1821, en medio de la anarquía que azotaba a las provincias de la naciente nación, un prominente sacerdote, José Eusebio Colombres, plantó en su quinta de El Bajo los primeros surcos de caña, utilizando semillas cuya procedencia se desconoce y que podrían haber sido traídas del Alto Perú.
Utilizando un rústico trapiche de madera movido por bueyes, trituraba cañas mediante procedimientos igualmente primitivos, logrando transformar su jugo en una azúcar oscura, sin refinar.
La iniciativa de Colombres fue imitada por varios vecinos de la ciudad y pronto El Bajo comenzó a poblarse de cañaverales que se extendían paulatinamente en los alrededores de la ciudad, para luego pasar a los actuales departamentos de Cruz Alta y Lules donde se encuentran los ingenios más antiguos de la provincia.
Los pioneros
Hacia mediados de la década de 1850, pocas innovaciones se hicieron al rudimentario método industrial inaugurado por Colombres. De a poco la madera de los trapiches empezó a ser reemplazada por hierro.
El primer ingenio que tuvo esta invención fue La Reducción en Lules hacia 1852, impulsado por una acequia que se desviaba desde el Calimayo. Para el armado y puesta a punto del trapiche y la nivelación del terreno del ducto que lo hacía funcionar, claramente se requirió de la asistencia de una persona con conocimientos técnicos previos. Como ya establecimos, el ingeniero Felipe Bertrés era el único, hasta donde sabemos, que tenía estudios sobre la materia y debió asistir en las obras.
Por entonces algunos ya comenzaban a alucinar con las innovaciones que venían de Europa en esas publicaciones que llegaban meses o años atrasadas. En ellas los tucumanos se enteraban de la Revolución Industrial y del milagro de las máquinas a vapor.
En la búsqueda por modernizar la industria, se destaca primeramente la figura del tucumano Baltasar Aguirre, propietario de una pequeña chancaquería en la zona de Floresta. Este hombre intrépido logró interesar al presidente Justo José de Urquiza para realizar una fuerte inversión y hacia 1864 logró traer una primitiva máquina a vapor desde Europa. Sin embargo la experiencia no funcionó: cuestiones políticas y de malos cálculos financieros se sumaron a la imposibilidad de desviar eficazmente una acequia a su fábrica.
Tuvo la asistencia de los ingenieros franceses Luis Dode y Julio Delacroix, gracias a los cuales, a pesar de las dificultades, pudo fabricar una pequeña cantidad de producto, principalmente alcohol.
Pero a Aguirre no le favorecían sus astros. A la serie de contratiempos técnicos, se le sumaron desinteligencias numéricas con los contadores de Urquiza. Finalmente la experiencia terminó y las máquinas fueron vendidas por partes a otros industriales. Por esta razón se lo considera como pionero de la industria azucarera moderna en Tucumán.
Dode y Delacroix
Dode, además de la asistencia brindada a Aguirre, figura en la historia de Tucumán por haber construido, asociado a su compatriota Delacroix, el primer puente -de madera de quebracho- sobre el río Salí.
Ocupado en modernizar las técnicas de construcción, en noviembre de 1858, presentó al Gobierno una solicitud en la cual manifestaba que acababa de inventar “una máquina enteramente nueva de cortar adobes para ladrillos”. Explicaba que, “según los resultados que ya he obtenido”, unía “a una extrema sencillez y baratura en su construcción, la ventaja de multiplicar casi indefinidamente el número de esos materiales que se puedan fabricar en un tiempo dado”. Afirmaba que, por otra parte, “sería sumamente útil” su invento, en “un país en que las obras de albañilería se han ya generalizado tanto y van aumentando con asombrosa rapidez”. Esta máquina permitía “hacer bajar en una cantidad muy notable el precio del material de construcción”.
Pero, dado que por “su misma simplicidad y baratura” sería muy fácil imitarla, esto último “privaría enteramente al autor del justo premio debido a su trabajo y al mérito de su invención”. Por eso solicitaba “un privilegio exclusivo, valedero por un período de 10 años, para la construcción y uso de mi mencionada máquina”.
La Sala trató la solicitud de Dode y le concedió, el 26 de enero de 1860, el privilegio para su máquina, “según el modelo que ha presentado”. Pero limitó el privilegio a tres años, esto “sin perjuicio de los que se ocupan de esta industria, por otros medios que no sean imitación de la máquina que por este decreto se favorece”.
En 1872, como ya adelantamos, junto con Delacroix, obtuvo del Estado Nacional la adjudicación de la construcción del famoso puente sobre el río Salí, que prestaría incalculables servicios hasta 1929, en que fue sustituido por el actual “Lucas Córdoba”.
Su socio es también una interesante figura de la colonia francesa tucumana en el siglo XIX. Graduado de ingeniero mecánico, vivió un tiempo en París y vino a la Argentina en 1856, contratado para la construcción de los primeros gasómetros de Buenos Aires.
Ya en la capital porteña, a poco andar consideró que las cláusulas de su contrato no eran respetadas y se desvinculó de los gasómetros. Trabajó brevemente en los molinos del Once, y luego le pareció que tendría mejores perspectivas en Tucumán.
Ya vimos que Baltazar Aguirre estaba instalando un ingenio azucarero con máquinas a vapor, como comanditario de Urquiza, y encargó a Delacroix y a su compatriota Dode el armado de la fábrica.
Más tarde, se trasladó al río Bermejo, contratado por la Compañía Naviera La Salteña para poner a flote sus embarcaciones encalladas. Luego de meses de trabajo arduo, en condiciones insalubres volvió a Tucumán, donde se estableció definitivamente en 1861, al casarse con Carmen Pereyra.
Se dedicó con éxito al armado de máquinas en general, a la construcción de carros y a la reparación de armas de fuego. Las ganancias le permitieron comprar fincas en Ranchillos y en El Manantial. Después, instaló en sus tierras el importante molino harinero “Nueva Turena”, cuyas piedras de moler importó de Francia. Respetado por su capacidad de técnico y por su contracción al trabajo, Delacroix falleció en nuestra ciudad a edad avanzada.
Finalmente, desde Córdoba, en 1875 llegó la prolongación de las vías férreas a Tucumán, gracias a las gestiones del presidente Nicolás Avellaneda. Las fábricas azucareras comenzaron a adquirir maquinarias en el extranjero, las que eran ofrecidas por agentes de ventas que en gran número comenzaron a llegar a esta capital.
La expansión
Desaparecieron para siempre los trapiches de madera y se ingresó a la era del vapor, en todas sus manifestaciones. Ello se tradujo en una verdadera explosión industrial, lo que transformó de manera fundamental la economía de la provincia. Tales innovaciones trajeron aparejadas varias consecuencias, por un lado permitió que las maquinarias importadas de Europa se trasladaran desde el puerto de Buenos Aires de una manera más económica y sencilla.
También ese equipamiento determinaba una nueva división del trabajo: los industriales que no tenían posibilidades económicas de adquirir los equipos, debieron quedarse al margen del negocio ante la imposibilidad de competir con los modernos trapiches. Muchos optaron por convertirse en plantadores de caña o “cañeros” que proveían la materia prima a los ingenios.
Asimismo surgieron las colonias ya que el crecimiento de las fábricas exigía la especialización de los cultivos y de las maquinarias. Hacia 1880 la industria tucumana ya proveía a las necesidades de azúcar del país.
Entre 1875 y 1878 los ingenios tucumanos importaron máquinas azucareras por un monto de seis millones de francos, de acuerdo con un informe de los propios agentes de ventas.
La modernidad
Desde París, Lille, San Quintín y Liverpool, inmensos cajones con piezas y maquinarias llegaban al puerto de Buenos Aires, para luego derivarlas a Tucumán por la vía del Central Córdoba.
Al decir del investigador Eduardo Rozensvaig: una andanada de técnicos ingleses y franceses, enviados por las fábricas exportadoras de Europa, llegaron a Tucumán y al Norte… comisionados por Fawcett, Preston y Cia, en 1876 el ingeniero Guillermo Hill, acompañado de los técnicos Roger Leach y Samuel Vickers, instalaron Vacuum Pans en los ingenios tucumanos. Estos ingenieros, con el tiempo, se convertirían en propietarios de importantes fábricas azucareras en Tucumán y Jujuy. En los costos de producción se estimaba hacia 1884 que lo pagado a un ingeniero extranjero para el montaje de una fábrica equivalía al 4% del costo neto de un ingenio.
Era tan importante la pericia de los ingenieros contratados, que en 1879 los dueños del ingenio Trinidad (Méndez y Heller) inician un juicio contra Fawcett, Preston and Comp., por incumplimiento de contrato, ya que ellos habían prometido enviar al ingeniero Leach durante una cosecha; sin embargo, éste pasó de largo a Jujuy donde ya tenía puestas sus miras en su propia fábrica. La empresa envió a otro ingeniero en su lugar, pero para los industriales tucumanos, esto fue suficiente para plantear la ruptura del contrato.
Pero el rol de la mayoría de aquellos ingenieros de la modernidad no fue solamente el de ofrecer sus servicios profesionales, sino que proactivamente fueron convirtiéndose en artífices mismos de la historia de la industria.
Los casos de ingenieros que se convertirían en dueños de ingenios azucareros no son raros. El ingeniero Claudio Chavanne, por ejemplo llegó a ser propietario del ingenio Cruz Alta.
Un caso interesante es el del también ingeniero Herman Tullstrom, quién se afincó en 1879 en Tucumán para armar la fábrica del ingenio Lastenia de Máximo Etchecopar. En su contrato se establecía que se le abonaría la (por entonces) extraordinaria suma de 4.000 pesos bolivianos después de cada cosecha. Tenía además la cláusula de que por cada 1% de incremento de producción, se premiaría al ingeniero en un 13% más de su asignación. Asimismo y dados sus conocimientos matemáticos, debía llevar la contabilidad del establecimiento.
Era un contrato de 10 años, donde Tullstrom no podía tener otro trabajo y sólo podía viajar a Europa a ver a su familia recién al quinto año desde firmado el contrato. Su férrea |contracción al trabajo, y probada capacidad técnica, lo llevó en esos años a amasar una pequeña fortuna con la que compró en 1895 en remate el Ingenio San Andrés.
Un caso ilustrativo del rol esencial de los ingenieros civiles en la construcción de la industria azucarera moderna es la del ingeniero William John Hill, quién luego castellanizó su nombre; era nacido en Gerrans, condado de Cornwall, Inglaterra en 1846. Cursó sus primeras letras en establecimiento de la localidad, para luego continuar sus estudios superiores en Liverpool graduándose allí de Ingeniero Civil en 1868.
Con la representación de casas importadoras de maquinaria azucarera, como la de Fawcett, Preston & Cìa., decidió emprender viaje a Sudamérica, recayendo primero en Perú, donde se casó y nació su hijo mayor Federico Hill. Allí instaló dos ingenios: Santa Clara y Casa Granda. Regresó a Inglaterra donde comenzó a estudiar las variables de montar maquinarias modernas y más económicas en los ingenios existentes en la Argentina y a la vez instalar otros nuevos.
En 1876, llegó al país, como representante de Fawcet y Preston, justo cuando el ferrocarril había llegado a Tucumán, lo que posibilitó el transporte de las grandes maquinarias destinadas a los ingenios azucareros a construir.
Vino en compañía de los ingenieros Leach y Vickers, a quienes trajo como ayudantes y que luego tendrían fundamental injerencia en la fundación de grandes ingenios en el Norte Argentino.
Instalado en Tucumán, montó los primeros “Vacuum Pans”, los cuales dieron excelentes resultados, en vista de ello los ingenios Los Ralos, Ledesma y Concepción solicitaron a Hill la aplicación de los mencionados aparatos.
Desde allí hizo instalaciones de máquinas en la mayor parte de los ingenios, dedicándose especialmente a la modernización de los trapiches existentes, aplicando por primera vez la presión hidráulica a las mazas de los mismos.
En 1884, el industrial Juan Videla lo contrató para dirigir el ingenio El Manantial; luego se asoció a este y en 1902, al fallecer Videla, les adquirió la fábrica a los herederos. A su iniciativa se debe, después de cinco años de empeño la perforación del primer pozo surgente de Tucumán, hecho efectuado el 22 de abril de 1894, con la asistencia del gobernador de la provincia Dr. Benjamín Aráoz. Debe destacarse también, que el ingeniero Hill presentó el 20 de septiembre de 1888 un estudiado proyecto para dotar de agua potable a la ciudad de San Miguel de Tucumán. Su propuesta nunca llegó a ser considerada a raíz de conflictos políticos de la época.
Guillermo Hill contrajo matrimonio con Doña Enriqueta Soulsby, con quien tuvo seis hijos radicados en Tucumán. Falleció el 2 de octubre de 1919 en Buenos Aires, a los 73 años, después de haber cooperado eficazmente como técnico e industrial a la evolución del progreso de la Industria de Tucumán.