Poner en palabras un sentimiento suele ser cosa de poetas. Y como en la saga de los “Naranjas” el corazón cuenta más que la cabeza no es sencillo narrarles a las nuevas generaciones qué es eso de la mística, la pasión, la identidad; todo aplicado a un equipo de rugby. Inevitablemente, hay que apelar a las figuras, a las metáforas triunfales, a la retórica que intenta dotar de belleza a lo inexplicable. Para quienes lo vivieron es otra cosa, se trata de recuerdos poderosos, propios de un tiempo que va quedando muy atrás y, por lo tanto, se idealiza día a día. No, no es sencillo transmitir todo lo que los “Naranjas” representaban. Fueron, eso sí está claro, un símbolo. Una prenda de unión. Una marca registrada de la más pura tucumanidad. Una invitación a derribar barreras económicas y sociales para encolumnarse detrás. Los “Naranjas” construyeron comunidad con la gente, incluso públicos que no sabían nada de rugby pero llenaban estadios para verlos. Será porque todo lo que transmitían era genuino, netamente honesto, y por eso Tucumán los adoptó como sus hijos favoritos.
Y no es que los “Naranjas” fueran invencibles. Ganaron mucho, sí, pero también les tocaba perder. Y cuando jugaban con rivales superiores -en lo físico y en lo técnico- se elevaban a un nivel sobrenatural. Era lógico que cayeran, por ejemplo, a manos de los All Blacks o de Inglaterra -épicas noches en la cancha de Atlético-, lo asombroso resultaba comprobar el nivel de competencia al que accedían.
Hoy esos partidos son imposibles. Corresponden a una época y a una dinámica imbricada con otra manera de programar el rugby, cuando seleccionados provinciales y nacionales se cruzaban en el marco de giras larguísimas y exigentes. Rugby que en la Argentina de fines de los 80 y principios de los 90 seguía siendo netamente amateur, mientras los visitantes ya recorrían las primeras estaciones del ferrocarril del profesionalismo. Pero aún se conservaban las suficientes equivalencias como para -al menos- enfrentarlos cara a cara.
Los “Naranjas” emergieron en el instante justo y en el lugar indicado. Cuando el Campeonato Argentino de selecciones adquirió relevancia fueron los encargados de cortar la hegemonía de Buenos Aires. Cuando los monstruos del primer mundo rugbístico ya visitaban más seguido el país, se encargaron de levantar la vara de la exigencia. Y de pronto surgió una certeza: sabían que el periplo argentino no se limitaba a batallar con Los Pumas, porque un tercer test-match los aguardaba en una provincia del norte. Fulgor que se mantuvo durante poco más de una década, tal vez 15 años. Mientras avanzaba el siglo XXI las cosas cambiaron por completo.
Con lo que llegamos al partido con Francia. “El” partido. Se lo puede ver completo en YouTube: las tribunas colmadas, las líneas de fútbol mezcladas con las de rugby, el vapor elevándose desde esas chimeneas que eran mauls y scrums. El frío que se diluía a medida que el pie de Santiago Mesón propiciaba el milagro. Porque el guión de esa victoria de los “Naranjas”, cinematográfica a más no poder, es tan importante como el resultado. Eso de ir perdiendo 23 a 3 al término del primer tiempo y dar vuelta la historia para ganar 25 a 23.
Bajo el manto de esa noche gloriosa se cobija la mística naranja en su conjunto, lo que puede ser injusto con quienes entraron a la cancha de Atlético para derrotar a los franceses el 23 de junio de 1992. Pero tiene que ver con el sentido de pertenencia de muchos jugadores que, con todo el derecho del mundo, se sintieron parte. Y todavía lo sienten así.
Es que a los protagonistas tampoco les resulta sencillo, mientras recorren esa historia que ellos mismos construyeron, poner en palabras aquello que les pasaba por el cuerpo. Apenas la camiseta les recorre las manos alzan los ojos. Pero están mirando hacia adentro, bien profundo. Convocados por la mística.