“Aumentar la duración de la vida humana hasta los 130 años es algo razonable”, afirmó la joven inmunóloga española Corina Amor al diario “El país” y, claro, estalló la noticia.
Amor había propuesto -al escribir su tesis doctoral- una terapia experimental que elimina las células responsables del envejecimiento, llamadas células senescentes. De hecho, su equipo, dirigido por el biólogo Scott Lowe, publicó hace dos años en la revista Nature los primeros resultados... en ratones. “Eliminar las células senescentes de tejidos dañados en ratones mejoró los síntomas de estas patologías e incluso promovió la longevidad”, destaca el resumen de ese artículo.
Para lograr este proceso se modifica genéticamente un tipo de glóbulos blancos, los linfocitos T. “Se busca que produzcan proteínas llamadas receptores de antígenos quiméricos. Por la sigla de esta expresión en inglés, Chimeric antigen receptor), los nuevos linfocitos se llaman células CAR-T”, explica a LA GACETA Juan Carlos Valdez, profesor de Inmunología de las Facultades de Bioquímica y de Medicina de la UNT. “A esos receptores artificiales los forman genes que permiten a un anticuerpo reconocer un antígeno”, explica. “Y esos genes están acoplados a otros que dan la señal cuando el receptor de CAR-T se une a su antígeno y se activa”, agrega.
“Entonces, como todo linfocito que detecta un antígeno extraño, se multiplica, y su receptor reconocerá y matará cualquier célula que muestre el antígeno”, añade Valdez, y cuenta que desde 2017 la FDA (equivalente estadounidense de nuestra Anmat) aprobó seis terapias de células CAR T para tratar cánceres de la sangre.
Pero... ¿y la vejez?
Sucede que las células CAR-T no sólo enfrentan células tumorales. “El equipo de Amor plantea que también destruyen células senescentes (a esas CART-T se las llama CAR-T senolíticas), y tendrían potencial terapéutico para disminuir patologías asociadas con envejecimiento”, sigue explicando Valdez. “Y los linfocitos CAR-T senolíticos, dosificados adecuadamente, pueden -al memos en ratones- dirigirse eficientemente a las células senescentes, eliminarlas y producir un beneficio terapéutico sin toxicidad notable”.
Así lo contó Amor a El País: “Si eliminabas sus células senescentes, los ratones modificados vivían más (...). Queríamos investigar si nuestras células CAR-T podían hacerlo y vimos algo de incremento en la duración de la vida, pero sobre todo, de la duración de la vida con salud”, añadió.
Y ese es, para los otros expertos consultados, el verdadero quid de la cuestión.
¿En qué condiciones?
“Según diferentes investigaciones, la esperanza de vida de los primeros homínidos no superó los 30 años. Hoy asistimos a un progresivo envejecimiento, y científicos plantean que en pocos años podremos vivir 100, y más -resalta Pablo Paolasso, especialista en Geografía Humana, director del Instituto de Investigaciones Territoriales y Tecnológicas para la Producción del Hábitat (INTEPH, Conicet/UNT). Pero -asegura- la cuestión tiene varias aristas complejas: “habría que hacer adaptaciones significativas para poder contener a las personas mayores de manera confortable”, resalta.
Es que la cuestión, en nuestras latitudes, es compleja.
“En poco tiempo se han modificado, de facto, muchas reglas del juego”, advierte a nuestro diario Silvia Gascón, directora del Centro de Envejecimiento Activo y Longevidad de la Universidad Isalud, de Buenos Aires, y agrega un dato de peso para poder imaginar la idea de Amor sobre los 130 años de vida como “algo razonables: “los países desarrollados eran ricos cuando envejecieron; los países en vías de desarrollo lo harán con gran parte de la población viviendo en situación de pobreza y exclusión social”.
“Este ‘envejecimiento del envejecimiento’ es uno de los principales indicadores demográficos de la necesidad, nunca antes vivida por la humanidad, de sistemas de cuidados adaptados a este escenario”, agrega.
Hábitat y salud
“La longevidad impacta directamente en los vínculos sociales, y en la forma de construir y reconstruir el territorio”, agrega Paolasso y explica: “lo que requiere para su vida cotidiana una persona mayor de 60 años difiere en gran medida respecto de lo que necesitan los de 20 o los de 30. Deberán modificarse sustancialmente las lógicas territoriales y del hábitat actuales”, sentencia y da unos pocos ejemplos: evitar artefactos que son obstáculos para esa población, como escaleras; adaptar las edificaciones para permitan fácil accesibilidad, veredas que no pongan en peligro los transeúntes...
Gascón agrega: “esas lógicas deben estar basadas en un estatus de vejez revalorizado, que favorezca la integración social e intergeneracional, y que recree nuevas formas de envejecer: que las personas mayores puedan asumir nuevos roles y tomar el control de su vida”.
Resalta, además, que urge adecuar los sistemas de salud: “es clave que contemplen sistemas integrados de atención sociosanitaria, accesibles, adecuados y de calidad; y también urge implementar sistemas de cuidados que atiendan las necesidades de atención y rehabilitación que trae aparejada la dependencia”.
Lo laboral
El aumento de la esperanza de vida, además, impactará de manera radical en el ámbito laboral. “De mantenerse las actuales edades jubilatorias, las personas esperarían vivir al menos otros 40 años -en promedio- después de jubilarse; y en las condiciones actuales las personas laboralmente activas no alcanzarían ni remotamente a cubrir los requerimientos del importante volumen de jubilados”, reflexiona Paolasso, y señala que la solución al problema (que de hecho ya está produciendo efectos en todo el mundo) no es sencilla.
“Una ‘salida’ sería aumentar la edad límite, con lo cual habría más población aportante; pero al mismo tiempo tendríamos una importante proporción de población en edad avanzada demandando fuentes de trabajo”.
En síntesis
Estas son sólo algunas de las cuestiones que hará falta resolver; de hecho, hace falta resolverlas ya. Por eso, cuando se le pregunta a Garzón si estamos, como región, como país y como personas, preparados para esto, su respuesta es “no”.
Y a su modo, Paolasso coincide con ella: “aunque superar cómodamente el límite de 100 años parece muy lejano, día a día los avances de la ciencia muestran que es posible. El problema es que la velocidad de esos cambios es hoy muy superior a la capacidad de adaptación que tiene el ser humano”, reflexiona y agrega: “este es, tal vez, uno de los aspectos más significativos que hay que tener en cuenta para poder contener a la población de adultos mayores en condiciones dignas”.
La vejez no es una sola
Oportunidad, desigualdad y otras variables
Nivel socioeconómico; grado educativo alcanzado; género, estilos de vida, cobertura previsional y de salud, redes de apoyo social y entorno en el que se vive... Estas y muchas otras características de cada historia van configurando formas de vivir (y por lo tanto, de envejecer) muy variadas. “Las oportunidades y las desigualdades presentes a lo largo de la vida cristalizan en la edad mayor y repercuten en las diferentes formas de envejecer -resalta Silvia Gascón, especialista en calidad de vida y adultos mayores-. Es por ello que hablamos de vejeces, y no de vejez”. “Considerar las personas mayores como un ‘colectivo’, y pensar que son todas iguales por tener una determinada edad, conduce a estereotipos negativos, que frecuentemente asocian vejez con enfermedad, pobreza y dependencia, y generan prejuicios y discriminación” agrega. Destaca que, en contraposición, la realidad muestra que muchas personas mayores son autónomas, y tienen plena capacidad para ejercer el autocuidado, incluso en situaciones de riesgo. “Pueden tomar sus propias decisiones y tienen el derecho a hacerlo”, resalta.“Es importante entender que el ser humano, más allá de la edad, no deja de desear. Y si puede -y lo dejan y/o lo ayudan-, tampoco de imaginar un proyecto ni de ocuparse activamente de él -resalta Constanza Baiz, psicóloga de la tucumana fundación León, cuya población objetivo son adultos mayores. Y eso incide mucho en la calidad de vida”.