Boca tiene esas cosas: pasa del cielo al infierno y viceversa en cuestión de días, a veces en cuestión de horas. A un triunfo le sigue una polémica, a un buen partido le sigue uno flojo, a un respaldo le sigue un cuestionamiento y a una clasificación milagrosa jugando mal y sin patear al arco le sigue una final ganada con autoridad frente a un rival que venía de dar el batacazo de eliminar a River en cuartos de final y luego al envalentonado Argentinos en semifinales. Y al 3-0 sobre Tigre en la final de la Copa de la Liga Profesional le seguirá otra final en pocos días: la visita de Deportivo Cali, al que debe vencer para no quedar fuera de la Copa Libertadores en fase de grupos y empañar el brillo del trofeo que levantó ayer. Así es Boca: no se anda con medios tonos.
Justamente por este carrousel de emociones que garantiza Boca, era una incógnita cuál de sus caras iba a mostrar el equipo de Sebastián Battaglia en Córdoba: la que había hecho agua por todos lados ante Racing (pese a ganar por penales) o la que días después había empequeñecido a Corinthians (pese a no pasar del empate). Al final fue una versión intermedia, aunque más cercana a la segunda que a la primera. Y aunque el “Xeneize” no fue tres goles superior a Tigre (el tercero quizás haya estado de más), sí fue un triunfo merecido al final de cuentas. Porque Boca intentó más y porque tuvo sentido de la oportunidad para golpear en los momentos justos. Y aunque hubiera sido de otra manera, siempre hay que tener presente ese viejo mantra que dice que las finales no se merecen, se ganan.
Y Battaglia salió a ganarla desde el momento en que no reservó ni medio jugador para el duelo del jueves. Con el 11 de gala en cancha, justificó la ventaja que llegaría recién en la última acción del primer tiempo, con un cabezazo de Marcos Rojo que se le escapó de las manos al arquero Gonzalo Marinelli. Si bien hasta entonces ambos equipos habían generado sus oportunidades, las más claras habían sido de Boca. Una de ellas, una buena definición cruzada de Darío Benedetto, anulada luego por offside.
Y ahí volvemos a la importancia del timming: a veces lo determinante no es el golpe en sí, sino el momento. Porque cuando peor la pasaba Boca, acorralado por un Tigre agazapado y listo para dar el zarpazo (Mateo Retegui se perdió un par de chances clarísimas, en parte destino y en parte mérito de Agustín Rossi), apareció Frank Fabra para sacar un cañonazo de media distancia al ángulo, bien a lo Roberto Carlos. El colombiano, que ya era de lo mejor de la cancha hasta ese momento, apagó el incendio y le devolvió la tranquilidad a su equipo. Desde entonces, el “Xeneize” jugó con más soltura, usando a su favor el apuro que le entró al “Matador”. De no ser por ese arrebato de confianza de Fabra, quizás el final de la historia hubiera sido otro. El gol del ingresado Luis Vázquez vino a decorar el resultado y a destacar aún más la figura de Sebastián Villa, autor del centro que el joven goleador conectó de cabeza. Qué paradoja: su turbulento presente fuera de la cancha coincide con su mejor momento futbolístico, al punto de ser hoy por hoy el alma de la ofensiva “xeneize”.
Boca se fue a dormir campeón, pero hoy se despertará obligado a ganarle a Deportivo Cali el jueves. De lo contrario, lo de ayer caerá rápidamente en el olvido.