21 Junio 2002
La caducidad de los mandatos legislativos para la renovación total de dichos cargos es tan sólo y hasta el momento una alternativa entre lo deseable y lo posible, cuyo creciente debate está planteando un extendido requerimiento ciudadano, pero también una inquietante advertencia sobre la relativa valoración que asume en nuestra sociedad el respeto de la Constitución. Por una parte, es lógico que los argentinos deseen ansiosamente poner fin a la sucesión de errores, fracasos y gestiones públicas reprobables exigiendo el relevo de quienes algo hayan tenido que ver en ello; por otra, puede ser comprensible que no se preste la atención necesaria al procedimiento que debería seguirse para una decisión de esa naturaleza al margen de los cauces constitucionales.
Tantas veces se ha ignorado e, inclusive, suprimido la Carta Magna durante medio siglo en nuestro país, que ese problema se observa todavía con cierta indiferencia en buena parte de la sociedad y lo que es peor, entre la propia clase política.
Como realidad inmediata debería aceptarse que el país no está en condiciones de convocar a una convención constituyente para reformar la Constitución nacional, precisamente en medio de presunciones sobre la duración del actual Gobierno, y cuando los mayores partidos políticos enfrentan notorias dificultades para encarar sus recomposiciones internas.
Es por ello que la casi totalidad de los proyectos que se pronuncian por el relevo total de los cargos parlamentarios lo hace soslayando el orden constitucional de renovaciones periódicas y parciales de senadores y diputados, cuya modalidad procura asegurar la continuidad legislativa.
Otro significativo número de legisladores ha propuesto la caducidad voluntaria de los mandatos, posición que está muy lejos de contar con el acompañamiento pretendido y que, por consiguiente, aparece mejor como un acto ilusorio o de buena fe, en la medida en que no podría imponer la caducidad compulsiva sin violentar el orden constitucional.
Esta iniciativa, sin embargo, abre a sus promotores la alternativa de asumirla como ejemplo de buena voluntad, para sumarse desde el llano a la demanda de la sociedad frente a la renuencia de sus pares.
En el orden de prioridades de la reforma política que la sociedad está demandando, la renovación total y de una sola vez de los cargos legislativos no parece tan urgente, necesaria ni constitucionalmente posible como los cambios en el régimen de selección de candidaturas y de financiamiento de los partidos, cuyos proyectos concretos avanzan con lentitud.
A esa reforma del sistema representativo deberá seguir un ejercicio responsable y activo del derecho a elegir por parte de la ciudadanía, accediendo a las internas partidarias, finalmente liberadas a los no afiliados, para ejercer una virtual auditoría republicana sobre los actos de las dirigencias.
Invertir el orden de prioridades apelando a la demanda de "que se vayan todos", es correr el riesgo de que lo imprescindible, el reprobado sistema de selección, se mantenga bajo la presión de la urgencia y, con ello, el firme peligro de repetir la historia de fracasos que agravian a la República.
Tantas veces se ha ignorado e, inclusive, suprimido la Carta Magna durante medio siglo en nuestro país, que ese problema se observa todavía con cierta indiferencia en buena parte de la sociedad y lo que es peor, entre la propia clase política.
Como realidad inmediata debería aceptarse que el país no está en condiciones de convocar a una convención constituyente para reformar la Constitución nacional, precisamente en medio de presunciones sobre la duración del actual Gobierno, y cuando los mayores partidos políticos enfrentan notorias dificultades para encarar sus recomposiciones internas.
Es por ello que la casi totalidad de los proyectos que se pronuncian por el relevo total de los cargos parlamentarios lo hace soslayando el orden constitucional de renovaciones periódicas y parciales de senadores y diputados, cuya modalidad procura asegurar la continuidad legislativa.
Otro significativo número de legisladores ha propuesto la caducidad voluntaria de los mandatos, posición que está muy lejos de contar con el acompañamiento pretendido y que, por consiguiente, aparece mejor como un acto ilusorio o de buena fe, en la medida en que no podría imponer la caducidad compulsiva sin violentar el orden constitucional.
Esta iniciativa, sin embargo, abre a sus promotores la alternativa de asumirla como ejemplo de buena voluntad, para sumarse desde el llano a la demanda de la sociedad frente a la renuencia de sus pares.
En el orden de prioridades de la reforma política que la sociedad está demandando, la renovación total y de una sola vez de los cargos legislativos no parece tan urgente, necesaria ni constitucionalmente posible como los cambios en el régimen de selección de candidaturas y de financiamiento de los partidos, cuyos proyectos concretos avanzan con lentitud.
A esa reforma del sistema representativo deberá seguir un ejercicio responsable y activo del derecho a elegir por parte de la ciudadanía, accediendo a las internas partidarias, finalmente liberadas a los no afiliados, para ejercer una virtual auditoría republicana sobre los actos de las dirigencias.
Invertir el orden de prioridades apelando a la demanda de "que se vayan todos", es correr el riesgo de que lo imprescindible, el reprobado sistema de selección, se mantenga bajo la presión de la urgencia y, con ello, el firme peligro de repetir la historia de fracasos que agravian a la República.
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