Ayer se celebró el Día de la Tierra. En las Naciones Unidas oficialmente se denomina el Día Internacional de la Madre Tierra.
Resulta paradójico hablar de “celebración”, cuando desde que se instauró este día, el 22 de abril de 1970, hace 52 años, fue el período en el que mayor contaminación y daño ambiental produjo el ser humano en la historia del planeta.
Cada año es el peor, repiten los ambientalistas. Peor en emisión de gases de efecto invernadero, en consumo de combustibles fósiles no renovables, en deforestación, en aumento del parque automotor, marítimo y aéreo, en generación de residuos no reciclables, en contaminación del aire y las aguas, en el avance de la agricultura sobre los bosques y la flora y fauna nativa…
Mejor parecer que ser. Cualquier semejanza con la política argentina es pura coincidencia.
Una curiosidad. La elección del 22 de abril es otra de las tantas imposiciones al mundo de los Estados Unidos, ya que ese día fue pensado sólo para conveniencia de ese país.
La movida fue impulsada por el senador demócrata y activista ambiental Gaylord Nelson, y eligió esa fecha porque es un momento en que en EEUU no ocurre ningún otro evento, no hay celebraciones religiosas, el clima es agradable y no hay exámenes en las universidades.
Todos estos factores confluyen para que se maximice la presencia de alumnos en las aulas norteamericanas, donde originalmente iban a tener lugar las conferencias, las manifestaciones y las diferentes actividades de concientización que se irían realizando.
Nelson pensó en las universidades como las plataformas de lanzamiento de las luchas contra el deterioro ambiental.
La primera manifestación tuvo como objetivo exigirle al gobierno estadounidense la creación de una agencia ambiental.
Al parecer, la fecha elegida por este senador fue la correcta, ya que participaron 2.000 universidades, 10.000 escuelas primarias y secundarias, y centenares de organizaciones civiles.
Finalmente, a raíz de esta presión multitudinaria, el gobierno creó la Agencia de Protección Ambiental y dictó una batería de leyes apuntadas al conservacionismo del medio ambiente.
Otra curiosidad. La revista Time reportó que el 22 de abril de 1970 también coincidía con el centésimo aniversario del natalicio de Lenin, por lo que se instaló un manto de sospechas de que el evento tenía raíces comunistas, y cuyo objetivo real era el adoctrinamiento marxista de los niños y jóvenes norteamericanos.
Esta paranoia no era descabellada ya que estaban en pleno auge de la Guerra Fría, época en que el FBI tenía infiltradas todas las universidades estadounidenses.
El aire que respiramos
Argentina es uno de los países menos contaminados del mundo. En cuanto a la tabla de naciones contaminantes no está entre las primeras, pero está peor de lo que debería, según la relación población, territorio, actividad industrial y agrícola.
Según la consultora Suiza IQ Air, que monitorea satelitalmente y en tiempo real la calidad del aire en 120 países y 6.500 ciudades, Argentina se encuentra en el puesto 97, donde 1 es el peor y 120 es el mejor, y podría estar bastante mejor si no fuera porque Buenos Aires (AMBA) le baja el promedio. Deberían cambiarle el nombre.
Argentina es uno de esos países donde la contaminación es baja gracias a su escasa población en relación a su extenso territorio y a una industria poco desarrollada en gran parte del país.
En la otra punta están naciones como Bangladesh, la más contaminada del orbe, donde en una superficie igual a la de Mendoza viven 165 millones de personas.
Por la misma razón, de los 25 países más contaminados del mundo, 23 son asiáticos. India, China y Pakistán a la cabeza.
Perú (26) y Chile (40) son los países más contaminados de América, incluyendo América del Norte, con atmósferas cuatro y tres veces más sucias que las de Argentina.
Esto ocurre porque en las ciudades costeras, como Santiago o Lima, los gases y el humo quedan atrapados, en suspensión, entre el mar y la cordillera.
En cuanto a ciudades, India, Paquistán y China monopolizan las 500 primeras más tóxicas, a excepción de unas 30 de otras naciones, también asiáticas, que se cuelan en ese ranking.
En Sudamérica, las primeras 45 metrópolis con el aire más sucio son chilenas, peruanas y algunas brasileñas. En el puesto 46 aparece la colombiana Medellín para romper ese podio.
Buenos Aires se encuentra en el puesto 61 y en el 2.048 a nivel mundial.
A nivel nacional le siguen Rafaela (88); Córdoba (89); y Rosario (103).
Como vemos, la intensa actividad agroindustrial es el denominador común de estas cuatro ciudades.
Estos son promedios anuales. Estacionalmente, en la época de zafra se suma Tucumán a este pelotón de aire insalubre, superando incluso a veces a Buenos Aires.
La quema de cañaverales, la actividad de los ingenios y la acumulación de polvo suspendido por las pocas lluvias (la capital se encuentra en una especie de pozo y en una zona de escasos vientos) se conjugan para ensuciar el aire en esa época.
Bajo, pero no tanto
Respecto de las naciones más contaminantes, por emisión de dióxido de carbono por la quema de combustibles fósiles y por la agricultura, China lidera la lista ampliamente. Le siguen Estados Unidos, la Comunidad Europea (Alemania y Francia en primer lugar), India, Rusia, Japón y el transporte internacional (como si fuera un país aparte), que incluye vehículos terrestres, barcos y aviones.
Entre los latinos, Brasil y México se ubican bastante cerca de los primeros.
Argentina emite tres veces menos gases que Brasil, ya sea por la industria, el transporte o la agricultura. No es poco, considerando que Brasil tiene 4,7 veces más población y una economía 5,2 veces más grande.
Si se ordena la nómina de contaminación per cápita, es decir cuánto ensucian las naciones en relación a su población, Estados Unidos es el número uno. Es porque emite casi la misma cantidad de gases que China con una población 4,5 menor.
Bajan turbias
En cuanto a las aguas, tan importante como el aire para la salud del planeta, el ranking de los países que más desechos arrojan a los océanos no difiere demasiado del de las emisiones de gases. A las naciones ya mencionadas se le agregan Indonesia, Vietnam, Filipinas, Egipto, Malasia, Brasil y México.
Argentina no figura en ninguna nómina de los países que más destruyen los mares, pero sí encabezamos una lista negra, la de los ríos.
De acuerdo a distintos estudios, como el del Blacksmith Institute (EEUU), de la Cruz Verde de Suiza y o el del World Wildlife Found (WWF), el Río de La Plata es el segundo o el tercero más contaminado del mundo, según cada informe.
Formado por la unión de los ríos Paraná y Uruguay, presenta, desde hace décadas, una importante contaminación por el vaciado de residuos industriales y domiciliarios en sus riberas y en las de sus afluentes. También recibe la escorrentía de aguas con toneladas de agroquímicos y otros desechos procedentes de la agricultura.
Si bien el Riachuelo siempre fue considerado el río más contaminado del país, no ocupa este podio por la enorme diferencia de caudales. El Riachuelo tiene un caudal máximo de 80 metros cúbicos por segundo, mientras que el de La Plata, 23.000.
Se estima que el Matanza-Riachuelo recibe 90.000 metros cúbicos de desechos industriales por día y su zona de influencia afecta a cinco millones de personas, el 40% de las cuales carece de cloacas o agua potable.
La cuenca del Salí-Dulce -con un caudal un poco mayor que el del Riachuelo porteño-, está considerada, gracias a los tucumanos, la segunda más contaminada del país.
Esta cuenca tiene 57.000 kilómetros cuadrados, abarca cinco provincias (Salta, Tucumán, Santiago, Catamarca y Córdoba) y en ella viven 2,5 millones de personas, aproximadamente.
A la contaminación del aire y de los ríos que hacemos los tucumanos, se le suma la deforestación sin control y la pésima administración de las aguas, tanto la que corre por arriba y provoca desastres, como la que falta por abajo, tanto potable como cloacas.
El planeta tiene poco para celebrar cada 22 de abril y los tucumanos, lejos de ser la excepción, estamos entre los peorcitos.
Que al menos sirvan estas fechas para salirnos un minuto de nuestro “mundo” personal y detenernos a pensar qué estamos haciendo y qué mundo le estamos dejando a nuestros hijos.