Doctor en Filosofía - Columnista invitado
En el transcurso de su vida, el tucumano urbano de 50 años vivió hitos institucionales que cuesta explicar a los más jóvenes, a quienes no les interesa en absoluto. Uno es la renovación del Documento Nacional de Identidad. Era un trámite largo, pero además se sumaba el miedo con el que nos presentábamos en el Registro Civil, porque era tan engorroso que todos lo hacíamos después de la edad correspondiente. En el límite, nos hacíamos grandes durante el trámite y teníamos que hacer el siguiente. Había fuertes multas, reprimendas y, se imaginaba uno, la posibilidad de que lo lleven al servicio militar o a la perrera.
Este rito ha mutado al punto de ser casi irreconocible. Llevé a mis hijos a hacer la primera renovación y, las primeras veces que me despacharon, dije casi con enojo: ¡¿cómo que ya está?!
Max Weber habló alguna vez de que la burocratización podría convertirse en una “casa dura como el acero” (Stahlhartes Gehäuse). El norteamericano Talcott Parsons le dio un retoque genial en la traducción al inglés, que quedó para siempre como “la jaula de hierro”. Seguro que en su versión anglófona influyeron los altos índices de encarcelamiento de los Estados Unidos. “Jaula” es más fuerte, pero, a la vez, también más esperanzadora que decir directamente “casa”. Y “hierro” es, mal que mal, un elemento natural. Weber habla de “acero”, porque nosotros construimos esta casa fundiendo elementos y recombinándolos.
El segundo trámite del tucumano urbano de 50 años es el certificado de buena conducta. No solo debemos probar que hemos crecido, sino que lo hemos hecho con buenas formas. Con el principio jurídico de la inocencia dado vuelta, recuerdo que entraba hace 20 años a la sede policial sita en calle Italia. El asunto era sencillo: tenía uno que tener el número de prontuario para sacar el certificado. Si no tenía prontuario, no tenía número de prontuario. Lógicamente, había que crear un prontuario vacío para obtener el número de prontuario para que se fijaran que no había nada allí.
A mi lado, un petiso colorado que no había leído a Max Weber ni a Talcott Parsons, que tenía que trabajar o lo echaban, y que no podía trabajar sin el certificado, montó en cólera al tercer día de comenzar el trámite. Había recibido un estricto ultimátum de su jefe, según el cual no podría por las normativas vigentes de su sucursal (era un supermercado), continuar su labor sin la constancia. Eso escuchamos los presentes y toda la manzana de la jefatura. Resultado: le fue abierto un prontuario de mala conducta durante la gestación del trámite.
El oficial que le había tratado de explicar la estructura racional legaliforme de la constancia lo despidió mientras lo desalojaban con un dicho que creí entender: “andá, mono sin pichicata”. Pero sólo un lustro después comprendí cabalmente la frase, muy de cazadores.
Una tarde, durante un viaje que promediaba Santiago del Estero, en una de esas estaciones de servicio que llevan al máximo el ideal de mercado de la oferta y la demanda, un macaco colorado me robó la galletita del café. Le reproché al mozo, dudando si iba a creerme, pero al momento me repuso el snack, advirtiéndome que no lo soltara por el tema de los monos. Viendo mi intriga, me contó que muchas familias compran esos monitos en la ruta durante el tramo de Misiones (después supe que eran Carayá) a los que se les presentan tiernos, sonrientes y mansos. Pero la sonrisa de los monos es señal de agresividad. Si no leí mal les matan la madre para poder venderlos, así que piense cada uno cómo estaría en esa situación.
La cuestión es que al sesgo atávico del antropomorfismo del comprador se le suman amplias dosis de sedantes en el monito, efecto que se les pasa en medio del camino, explotando en furia. Así es que los adoptantes los abandonan, huérfanos, por mala conducta.