Un recuerdo de Miguel Ángel Estrella: “Tocame Bach, limpiame el alma”
El gran pianista tucumano, fallecido la semana pasada, fue entrevistado para este suplemento en 2009. Recordó su experiencia con la tortura, las enseñanzas de Atahualpa Yupanqui y anécdotas sobre el efecto prodigioso de la música. Por Daniel Dessein para LA GACETA.
Miguel Angel Estrella llegaba a la Argentina desde París, ciudad en la que se desempeñaba como embajador ante la UNESCO, para realizar una gira por Santiago del Estero, Buenos Aires, Neuquén, Mar del Plata y Santiago de Chile. Antes de empezar a responder las preguntas de la entrevista, nos contó que solía leer LA GACETA Literaria, particularmente las notas de su hermano, el filósofo Jorge Estrella. “Todas las noches sueño con Tucumán; a veces con un patio en la calle Alberdi en que nací o con un árbol. Siempre hay un detalle tucumano en mi mundo onírico”, dijo. Con el estilo llano, desacartonado, que lo caracterizaba, el mismo que lo hacía valorar tanto un escenario como el del teatro Colón como el que puede ofrecerle una villa miseria, Estrella habló de la música, “esa magia que puede transformar sustancialmente a un individuo y a la sociedad”.
- ¿Cuánto lo ayudó la música en la cárcel?
- En medio de unas sesiones de tortura apareció la imagen de mi hermano Jorge, mi mejor amigo. Intenté reconstruir el momento más antiguo de mi niñez en que nos veía juntos. A esa imagen se sumó la música de Marta, la mujer con que viví quince años. Escuchaba su voz, cantando Bach, y, mientras me tenían colgado y me picaneaban, traté de identificar qué instrumentos la acompañaban para distraerme. De esa forma pude resistir el dolor que me dejaba las manos infladas como pelotas de futbol por la picana debajo de las uñas. A los nueves meses de estar preso, por una gestión de la reina de Inglaterra, me llegó un teclado mudo. Pero yo no sentía mis manos, hasta que un 29 de septiembre, el día de San Miguel, volvió la sensibilidad mientras no paraban de caerme lágrimas y mi compañero de celda me decía que la música todavía me esperaba.
- Atahualpa Yupanqui decía que alguien que escucha media hora de Bach todos los días, al cabo de dos años es mejor persona. Usted dedicó gran parte de las últimas tres décadas a una tarea social que se apoya en el concepto central de esa frase. ¿Cuánto la pudo corroborar?
- Atahualpa sembró esa idea en nosotros porque estuvimos muy unidos a él desde niños. Se sentaba al lado de mi piano y me decía: “Changuito, tocame Bach; limpiame el alma”. Cuando creamos el primer taller de Música Esperanza en Tafí del Valle, pusimos un piano y los chicos me dijeron “tocá algo del maestro”. Les pregunté quién era el maestro y me contestaron que era Bach. Recuerdo, un caso distinto en El Mollar, en el que al principio me escuchaban con respeto, con distancia, pero luego se apoderaba cierta tensión emocional con, por ejemplo, una sonata de Mozart o con la sonata fúnebre de Chopin. Entonces me decían: “Esa música llena. ¿Pero qué hacemos ahora con todo esto? Es como una droga”.
- ¿Cuál fue su experiencia en las cárceles con Música Esperanza?
- Siempre trato que participen, que se expresen. Cuando lo logro, cambia todo, sienten que cantando ese tipo que viene de afuera se transforma en uno de ellos. Se forma una suerte de complicidad que, finalmente, se convierte en fraternidad. El efecto transformador de la música es notable; “esto nos camb ió la vida”, afirman. A partir de esos testimonios, la fundación llevó adelante talleres de formación de maestros de música dentro de las cárceles y los resultados son sorprendentes.
- ¿Y cuánto lo cambiaron a usted esas experiencias?
- Puedo expresarlo a través de una anécdota. Hace más de treinta años, fui a los valles, a un lugar cerca de El Mollar, llevado por un grupo de jóvenes cristianos. Decidí no revelarles quién era para evitar cualquier tipo de barrera en el acercamiento con quienes iban a escucharme. Se entusiasmaron muchísimo; después de escucharme me pidieron que volviera y me preguntaron qué hacía. “Trabajo en Vialidad Nacional – les mentí -, con el piano no puedo vivir”. Al poco tiempo, los jóvenes cristianos me contactaron para transmitirme que la gente del pueblo me estaba construyendo un rancho y que me pedían que me olvidara de mi trabajo en Vialidad, ya que prometían ocuparse de mi comida a cambio de que les tocara el piano. Volví, les conté la verdad (que era un pianista que vivía y tocaba en París) y me comprendieron. En esa oportunidad me quedé ocho días, en los que me pedían que tocara “esa música limpita” que había tocado en mi anterior visita. Era Mozart pero les toqué Bach. Y me contestaron: “Esa no, esa es limpia; tocá la otra, la limpita”. Entonces toqué el Rondó de Mozart, me pidieron que lo repitiera y terminé tocándolo 22 veces. Después vinieron los años de plomo y, después de casi diez años, volví al pueblo. Me recibieron bailando en las calles, me abrazaban y cuando me senté frente a un piano, una mujer me pidió: “Por favor, tocá la música limpita”. Mi hermano Jorge me miró y me preguntó: ¿Cómo hacés para aguantar tanto afecto?
© LA GACETA
PERFIL
Miguel Angel Estrella nació en Tucumán, en 1936. Estudió en el Conservatorio Nacional y luego siguió estudios en París, donde fue discípulo de Marguerite Long y Nadia Boulanger. Detenido por la dictadura uruguaya por dos años, muchos de los más destacados músicos del mundo intercedieron para su liberación.
Era el alma mater de la ONG Música Esperanza, proyecto global para poner la música al servicio de la comunidad. Creó la Orquesta de la Paz, conformada por músicos musulmanes, cristianos y judíos. Fue embajador ante la UNESCO y director de la Casa Argentina en París hasta su muerte. Fue distinguido con la Legión de honor de Francia, el premio Danielle Mitterrand y el Nansen de la ONU.