Ricoeur, Voltaire y el alfeñique

Ricoeur, Voltaire y el alfeñique

Doctor en Filosofía - Columnista invitado.

Ricoeur, Voltaire y el alfeñique

Gottfried Leibniz, quizás la mente lógica más lúcida que haya existido, fue también uno de los personajes más acomodados y serviles a la realeza. Parte del circo de adulación de cualquier poder aristocrático es este optimismo suyo de afirmar que este mundo es el mejor de los mundos posibles, que el dolor que encontramos no es sino un multiplicador del bien. Bertrand Russell, que estudió alemán para poder estudiar a Leibniz correctamente, lo destrozó convincentemente cuando encontró que tenía una teoría para sí y otra, la que hacía pública, para el monarca. En su libro más vendido, Russell lo describe de esta manera: “Leibniz (1646-1716) ha sido uno de los intelectos supremos de todos los tiempos, pero como ser humano no fue admirable”.

En el año 1755, un enorme terremoto asoló Lisboa, una tragedia que hizo que el ilustrado Voltaire reaccionase contra el optimismo a través de la sátira. El “Cándido” de Voltaire es una parodia del optimismo metafísico de Leibniz porque al protagonista (Cándido) y al filósofo Pangloss que lo acompaña en sus aventuras, no les acontecen más que una retahíla de desgracias en las que son golpeados, torturados, humillados, ultrajados, decapitados y ahorcados, entre otros padecimientos.

Un personaje que debe llamarnos la atención en el relato de Voltaire es Cacambo, criado de Cándido y oriundo, según el autor, de Tucumán. “Tenía un cuarto de español, nacido de un mestizo en Tucumán; había sido monaguillo, sacristán, marinero, fraile, representante, soldado, criado”. No es poca cosa la carrera de Cacambo, tampoco la de nuestra provincia al estar en el mapa de la mente más filosa de la Ilustración francesa. Con lo cual, vamos al dilema del alfeñique de otro francés, Paul Ricoeur.

Intensa hospitalidad

Los tucumanos sabemos que no estamos en el mejor de los mundos posibles, ni siquiera en la mejor de las provincias posibles, sin dudas. Pero no es cuestión de dejar mala imagen: somos de una hospitalidad bienintencionada, pero gastronómicamente intensa.

Ricoeur visitó nuestra universidad en los años ochenta para dar un curso estupendo sobre “Hombre, Historia y Política”. El Departamento de Filosofía, su anfitrión, le rindió múltiples homenajes y le hizo conocer las maravillas de nuestros paisajes y los encantos de la gastronomía folclórica tucumana. Lo mismo que hace cualquier comprovinciano cuando viene algún familiar distinguido.

El mito es que, al acompañarlo al aeropuerto, Samuel Schkolnik, por entonces secretario del Departamento, notó que el sabio de Nantes se le asustó ante cierto puesto de productos regionales que estaba próximo a la puerta de embarque. Paul Ricoeur le confesó la razón: en tres días lo habían paseado al genio francés por toda la comida regional, o sea, la que casi nunca comemos. Los auxiliares lo llevaron al bar San Martin a probar chanfaina. A la noche, los titulares lo agasajaron en Yerba Buena con un asado muy balanceado hacia las achuras. Al día siguiente, un grupo de estudiantes entusiastas lo metieron en un auto rumbo a Tafí del Valle, donde habían conseguido una joyita, “el mejor guateador de cabeza de res”. A la vuelta, pasaron por Simoca, le enchufaron un tamal, pastel de novia y un alfeñique.

Ante el relato, Schkolnik le tranquilizó explicándole que esa no era la dieta tucumana, porque a todas luces nos habríamos extinguido, sino una forma de homenaje. Ricoeur comprendió cándidamente: se sacó, intacto, el alfeñique de la boca, y se fue, feliz de la vida.

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