Recuerdo con admiración su obra casi paso por paso, cuando me tocó la responsabilidad de conducir la Universidad Nacional de Tucumán. Por aquella época, más o menos 1986, Miguel comenzó a forjar una elogiable idea humanitaria: Música Esperanza. Tuve el gusto y honor de acompañarlo en varias oportunidades a su casa familiar, en Vinará, cerca de Termas de Río Hondo, donde bosquejaba la creación de esa iniciativa impregnada de calor humano. Con el curso del tiempo, poniendo gran empeño, logró los objetivos que perseguía y su obra brindó valiosos frutos. Trascendieron las fronteras de la Argentina y le valieron numerosas y merecidas distinciones en casi todos los rincones del mundo. Entre tantos reconocimientos tuvo los propios en Tucumán, y en la UNT, donde en 1988, fue nombrado Doctor Honoris Causa por la unanimidad del Consejo Superior.
El curso de la vida nos llevó por caminos y comuniones distintas, sin que esto fuera óbice para que se confirmara la solidez de nuestra amistad, tanto que, en 1995, en ocasión de ser candidato a gobernador de la provincia, tuvo la gentileza de acompañarme durante la campaña con su presencia y un afectuoso video televisivo. Proyectaron dos en realidad, realizados en acuerdo, pero cada uno por su parte, con Mercedes Sosa. Aunque la sociedad tucumana se pronunció por huellas distintas a las de nuestra propuesta, nunca olvidaré aquellos gestos tan gratos y espontáneos. Más que Tucumán, con la partida de Miguel Ángel la Argentina pierde una luz que supo brillar en todos los foros donde su fructífera vida lo llevó. No estando exento de los tremendos dolores de nuestro trágico pasado, le cupo cumplir su papel sin ausentarse jamás de esa eterna sonrisa y humanidad que caracterizaba su naturaleza: la de un hombre notable y de bien.