La mirada crece en la bahía. Se estira hacia el cerro de atrás. Se extravía en un llano. Se trepa luego a las montañas de nuevo, donde los combates finales tendrán lugar. El silbido de las bombas dibuja ecos de incertidumbre y miedo en la nocturnidad. Luces apagadas para que el enemigo no pueda hacer blanco desde los buques. A pocos kilómetros de Puerto Argentino, baraja su destino. La isla Soledad hace honor a ese estado del alma que persiste ante el pensamiento de una muerte posible.
“A los ingleses los vi al final, estuve en el bombardeo del 1 de mayo. El primer ataque fue de aviación, cuando los vi estaban sobre mi cabeza, eran como que estaba viendo una pantalla de cine, era en el aeropuerto de Puerto Argentino que estaba a dos kilómetros o capaz que más. La población de Puerto Argentino estuvo todo el tiempo ahí, no fue evacuada. Teníamos prohibido tener contacto con los kelpers y tampoco ingresar en sus propiedades. Obviamente no nos querían”, evoca el doctor Mario Baigorí (1955), vicedirector de la Planta Piloto de Procesos Industriales Microbiológicos (Proimi)-Conicet.
Hace cuatro décadas, tras graduarse de bioquímico en la UNT, es incorporado al ejército, recibe una breve instrucción y lo envían a Río Grande. “Llego vía aérea a Puerto Argentino el 13 de abril. Hacía frío y lo que más me impactó fue el piso esponjoso. Al ser de los más grandes, ver a los soldados más chicos que estaban más afligidos, es increíble cómo la gente cambia a una adultez, un envejecimiento, crecimiento o una veteranía… al cambio que sufrieron, no lo vi en mí porque uno no se ve a sí mismo. Tenía de compañeros a oficiales, suboficiales, había compañeros del curso de entrenamiento, camilleros… En la práctica iba a ir al frente, con un fusil de cien tiros, hasta que llegó la Cruz Roja, que nos pidieron desarmarnos, nosotros éramos combatientes… Yo era asistente de los enfermeros y los médicos. Preparábamos los heridos para que fueran en el avión”, relata el bioquímico cordobés, cuya familia se estableció en Tucumán a poco de nacer.
Se enteraron unos días después del hundimiento del crucero ARA General Belgrano. Algunos buscaban evitar que el miedo los paralizara. “Te puedo hablar cuando volteamos algún avión o hundimos una fragata de noche, tengo esa visión porque vos ves la explosión a lo lejos, se enciende todo y la alegría… Podías pasar de estar contento, riéndote de cualquier cosa a quedarte en silencio cuando empieza el cañoneo porque te puede tocar. ¿Si sentía miedo? Es raro porque empezás a manejarte con frases como ‘el que dice que se muere, se muere…’ Teníamos miedo, obviamente, a la gente le pasa cosas extrañas, no sabés lo que podés soltar cuando te están pegando las bombas cerca. Yo tenía la expectativa de pasar el día y me preocupaba más por lo que pasaba en el continente, supongo que de ese modo transfería lo que me pasaba a mí. Yo no sabía si habían bombardeado en el continente”, dice Mario.
No recuerda si estaban mal alimentados porque no guarda un registro de las actividades comunes, salvo el mate cocido de cada día. “Nos dijeron que la resistencia iba a ser hasta el último hombre y tres o cuatro días antes de que termináramos la guerra, ya no era solo bombardeo, era la lucha en tierra y no sabías hasta dónde ibas a combatir, te volvés un autómata. No había sensación de derrota, tal vez en los oficiales, los tipos que entendían cómo era la cosa, que tenían la información, pero uno estaba instruido para pelear. Yo que tenía que ver con los heridos y demás… No pensás en la derrota. El último día, ya todas las actividades prácticamente que no eran las que tenían que ver con el combate se pararon hasta el alto el fuego. Vino una tristeza tremenda, fue una de mis grandes tristezas”, relata el investigador del Conicet.
Era un golpe duro cuando se morían los heridos. Pero su mayor tristeza fue por aquellos que no tenían identificación y a algunos les tuvo que poner en la frente: NN. “Vos vas a retirar una persona del campo de batalla, se muere en el camino y no hay nadie que pueda decir quién es; además, como se dice en una guerra, los muertos se cuentan al final. Eso me dolía tremendamente porque eran combatientes argentinos que estaban luchando por su patria y eran NN. Al principio se los podía sacar de las islas, pero a mitad de la guerra salían los que eran recuperables o por algún suministro que necesitaban. Los muertos quedaron en Darwin”, explica.
Pese a la derrota, Baigorí se siente orgulloso. “No cambiaría esa experiencia por nada, aunque fue muy dolorosa por lo que he visto sufrir y he sufrido. Ni una hora de Malvinas me la sacaría de encima. Volvimos en un colectivo que tenía pintados los vidrios, oscurecidos para que no nos vieran: estábamos mugrientos y después era como un estigma haber estado en la guerra, no era fácil conseguir ni trabajo ni insertarte, además tenías tu carga, no hubo para nosotros tratamiento psicológico ni ningún tipo de seguimiento. ¿Secuelas? Te quedan recuerdos que se van yendo con el tiempo. Todos quedamos afectados en alguna medida, no es usual ver tantas muertes o correr el riesgo de morir. Yo he estado, por lo menos, tres veces bajo fuego y creí que me podía tocar, gracias a Dios no pasó”, señala.
Mario estuvo en las islas entre el 13 de abril y el 24 de junio. A 40 años de la guerra, considera que lo más importante para el país es la soberanía sobre Malvinas. “Que eso no se apague, que no olvide la gente que es un territorio nacional que debemos tratar de insistir. La tristeza es que no haya sido en democracia. Me interesa más el reclamo de la soberanía que el de los ex combatientes, porque nosotros tenemos que seguir nuestro reclamo independientemente del 2 de abril”, dice Mario Baigorí.