Era al igual que los grandes inventores que, cada tanto, asombraban a la gente con sus creaciones. Esas que, invariablemente en las historietas, se aplaudían con una expresión sonora: ¡Eureka! Se la atribuyeron a Arquímedes, ese matemático y físico siracusano que le dio nombre a un principio que hoy nos parece elemental. Bien podría exclamar a los cinco vientos (cuenta el viento de arriba, también) nuestro inventor cien veces Eureka, por la naturaleza de su invento. Echaba por tierra todo lo que se sabía de los espejos. Era consciente desde la madrugada de sus días de que su invento era colosal. Iba a revolucionar la idea y el uso de los espejos en todo el mundo. Pero, razonable en sus reflexiones, se preguntó con una pátina de honestidad: ¿para qué serviría que la imagen de su espejo mostrara a las personas y a las cosas que reflejan tal como están orientadas? La persona que mueva el brazo derecho frente a este espejo recién inventado aparecerá moviendo ese brazo y no como si fuese el izquierdo. Ante ello, como si recién tomara conciencia, “una genialidad”, se dijo a sí mismo, ya convencido.
El inventor, que solía leer libros de poesía, y de filosofía también, recordó como un chispazo de iluminación: “Borges”.
¡Claro! Borges toda la vida, cada vez que mencionaba los espejos no se esmeraba en disimular su temor. Lo exaltaban y, como un recurso de exorcizar, imaginó, escribía sobre ellos. Pudo recordar: “Yo que sentí el horror de los espejos/ no sólo ante el cristal impenetrable/ donde acaba y empieza, inhabitable/ un imposible espacio de reflejo”.
Pero fue otra la estrofa que más lo había impactado. Además la que generó su vocación de inventor. La que lo llevó a ese arduo trabajo y al logro. Es aquella que expresa “Todo acontece y nada se recuerda/ en esos gabinetes cristalinos/ donde como fantásticos rabinos/ leemos los libros de derecha a izquierda”.
¡He ahí la clave! Se dijo, como seguramente sucede con un inventor que tiene un universo de ideas entrelazadas. Hasta que se desenredan las madejas y el hilo proclama la continuidad de su línea. Liberado, ya, dueño de todos los espacios. Y horizontes.
La inversión que refleja lo derecho como izquierdo y viceversa era el defecto permanente de todos los espejos. Si se pudiera lograr que el reflejo sea de la realidad tal cual es y no invertida, pensó, tal vez a Borges dejen de intimidarlo. Y puso, a partir de esa reflexión especulativa, todo su empeño e inventiva para lograr desde su taller, y al cabo de más de cinco años, su espejo de imagen real.
Cuando pudo mirarse por primera vez completo frente a su creación sintió un casi temor borgeano. Comprendió la naturaleza del sentimiento de Borges frente al “otro” que se veía copiando rasgos, ropa, gestos y el asombro de su rostro, casi siempre en actitud de búsqueda, aunque disimulada por su gradual ceguera.
Llegó el día. Era necesario prepararlo todo de modo que pudiera ser trasladado sin riesgos. Envolvió el espejo con abundante papel de diario y con cintas adhesivas completó el embalaje que protegería su invento. Conformó un paquete de casi un metro y medio por 60 centímetros. Suficiente, se dijo, para reflejar una figura humana. Pensó -nunca dejó de pensar- en Borges. Esperó en la puerta de su casa a que pasara un taxi de buena capacidad para su carga.
-Por favor, Maipú 944. Acomodado adecuadamente el bulto en el taxi, se sintió como cuando joven yendo a la Facultad de Ingeniería para el examen de Tecnología electrónica III, la última materia.
Llegado a destino, se plantó frente a la entrada del edificio de departamentos de calle Maipú y tocó el timbre del departamento 6º “B”.
-Buenas tardes, ¿quién es?
.Buenas tardes, señora. Me llamo Oliver Jacobsson y traigo un paquete para el señor Borges. Es un espejo de regalo.
-¿Un espejo?...Espere…espere, le consultaré al Señor Borges. Espere por favor.
Úbeda va temerosa a preguntarle al “Señor Borges”, como ella lo llamaba.
-Quién, ¿quién es, Fanny?
-Un señor que dice llamarse Oliver Jacobsson.
-Ah, seguramente de ascendencia sueca. ¡Qué extraño. Me interesa!
-Pero, Señor Borges, no le dije todo. Trae un espejo de regalo para usted.
-¿Un espejo? ¿Está segura Fanny que eso le dijo Jacobsson?
-Sí, segura y con temor, Señor Borges.
-Bien, dígale que suba por favor. Su apellido me interesa. Conocí una familia Jacobsson en mi juventud en Ginebra.
-Pero Señor Borges….un espejo…y Ud…
-Vaya, vaya Fanny, no tema. Esta vez es probable que el asunto de los espejos no me traiga azoramiento.
-Suba Señor Jacobsson. El departamento es el “B”, en el sexto piso. Frente, frente al ascensor. El Señor Borges lo recibirá.
Luego de las presentaciones y los halagos hacia el gran maestro de las letras, Borges le pregunta como suele preguntar casi como un niño o como alguien que está en una nebulosa de incertidumbres. No poco contribuía ese modo particular de expresarse, titubeante a veces y apurando el mensaje como necesitando que llegue antes que el pensamiento.
-Ud. me dice Jacobsson que leyó muchos de mis textos. Y que se sintió atraído por mis reacciones ante los espejos. ¿Cómo es, entonces, que se decide a traerme uno de regalo? La verdad…no alcanzo a comprenderlo.
-Este espejo es un invento. Es distinto a todos los que Usted conoce y que tanto le molestaron. Permítame.
Inmediatamente Jacobsson comenzó a quitar el envoltorio del espejo. Le costó hacerlo. El embalaje había sido prolijo y adecuado. Apoyó el espejo en el piso y en una biblioteca del pequeño living.
-Señor Borges, ya nunca más un espejo le causará tantas preocupaciones o temores. Mírese por favor.
Con cierto esfuerzo Borges se incorpora desde su cómodo sillón, se apoya como siempre en esa parte de su “conformación anatómica” supletoria, el bastón, y se mira en el espejo dubitativamente.
“¿Cómo, cómo?” ¡Ahora veo el bastón en mi mano derecha! ¡Dígame Jacobsson que usted ve lo mismo que yo! Dígamelo, por favor. Esto es increíble. El espejo con el que soñé siempre!
-Veo igual que usted, Borges. Mire, por favor, lo saludo con mi mano derecha que apoyo en la derecha suya, sobre el bastón.
-¡Fanny, Fanny, venga por favor!. Y Fanny va hasta el living y ve el reflejo del “Señor Borges” en el espejo. Se lleva las manos a la cabeza y luego cubre con las dos su boca de asombro acompañada de una expresión en la mirada de asombro absoluto.
-Llámela a madre, por favor.
-La señora Leonor…no puede venir, Señor Borges. Le conté lo del espejo y ella misma se asustó. Creo, me permito decírselo a usted, tiene temor de que la cause daño.
Nadie reparó en el gato de Borges. Merodeador de rincones, manso y saltarín cuando es necesario. Encaramado en la biblioteca, y ya vuelto Borges a su sillón, Bepo dio un salto al escritorio para desde allí aproximarse al dueño de casa.
El ruido del espejo al caer fue el efecto sonoro de un bazar en terremoto. De los muchísimos trozos del espejo cerca del sillón de Borges cayó uno del tamaño de un pequeño libro. También sobre el escritorio había un trozo algo mayor. A la lógica reacción de Borges y al desasosiego de Jacobsson se sumaba la expresión balbuceante (casi borgeana) de Fanny. “¡Qué..qué horror!, ¡Qué…horror!”.
Borges, casi como inadvertidamente, levantó con cuidado el trozo de espejo cerca del sillón y lo miró. Se advertía parte de su mano en el bastón con la mano del inventor sobre la suya. Como una foto. Fija, en colores naturales. Sólo Jacobsson vio el trozo más grande, sobre el escritorio. Era la foto de las patas delanteras de Bepo y de su hocico, en el momento del salto.
Al rostro de Borges -lo contaría luego Jacobsson en una entrevista de La Nación- nunca antes lo había notado con tanta serenidad y satisfacción.
© LA GACETA
Carlos Duguech – Escritor.