“Los operativos de rastreo que se efectuaron dieron resultados negativos, lo que desalentó ese tipo de camino para la dilucidación del caso. Quizá solo restaría aguardar un paso en falso de los malvivientes para que los pesquisas avancen sobre indicios ciertos”. Así lo afirmaba la nota publicada en LA GACETA cuando se cumplió una semana del secuestro de Rafael Berardi. Era una manera de decir que la investigación se mantenía estancada y que sus reponsables seguían sin poder encontrar al empresario de 60 años.
El hombre de negocios había sido secuestrado por dos o tres personas cuando estacionaba su auto en la cochera del edificio de Muñecas y Corrientes. Era el 6 de febrero de 1987, cerca de las 21. Ni la Policía de la Provincia, ni la brigada especializada en este tipo de delitos de la Policía Federal podían hallar una pista sobre el paradero de Berardi. La luz de esperanza que se había encendido en Córdoba se apagó rápidamente. Los sospechados de privar de la libertad el 3 de febrero de 1987 en esa provincia al empresario Andrés Egea fueron descartados rápidamente como los autores del caso Berardi. Pero los investigadores sospechaban que estaban ante una banda foránea. Tenían una razón para hacerlo.
“La Policía está examinando todas las variantes en comparación con otros casos producidos en el país, ya que en Tucumán no existen antecedentes. Salvo los secuestros de los que fueron víctimas hace algunos años el contador público nacional Rolando Ubaldo Pérez y el empresario José Siderman, este último residente en California, Estados Unidos, aún cuando hace poco estuvo en el país. En ambos casos no quedó claramente determinado si se trató de secuestros extorsivos o si tenían connotaciones políticas. Tampoco se supo si hubo o no pago de rescates”, publicó nuestro diario. Al no haberse registrado hechos similares en la provincia, los pesquisas no encontraban ni un hilo para sospechar que un grupo de delincuentes tucumanos se dedicara a cometer este tipo de delitos que, en esos tiempos y como se verá en otra entrega, estaban en pleno auge.
Comunicaciones escritas
Pasaban los días y nada se sabía de Berardi. La organización que había cometido el delito decidió cambiar de estrategia para evitar ser descubierta. Dejaron de comunicarse telefónicamente para hacerlo por medio de cartas. Primero enviaron dos misivas a un hotel de la capital y fueron tomadas como pruebas de vida; es decir, demostrarles a los parientes que Berardi estaba vivo para que continuaran con las negociaciones del pago del rescate (originariamente era de U$S 2 millones, pero después aceptaron U$S200.000).
Antes de que se cumplieran las dos semanas del secuestro, anunciaron que dejarían una tercera misiva en una estación de servicios de San Andrés. Allí enumerarían los detalles sobre cómo se concretaría el pago y la posterior liberación del empresario. Pero una insólita situación impidió que el documento llegara a destino, sellando la suerte de Berardi.
“En esa estación los secuestradores dejaron en el baño una carta dirigida a la esposa de Berardi. Por cuerda separada, le habían comunicado a ella la existencia de la misiva en el lugar antes referido para que pasaran a retirarla. Un familiar llegó hasta allí a recoger el mensaje, pero nada encontró”, cronicó el ya fallecido periodista Mario Escobar -que tuvo un paso por la sección Policiales de LA GACETA- en la edición del 21 de febrero. “En diálogo con el encargado del establecimiento, se enteró de que efectivamente, en los sanitarios del lugar, se halló el mensaje escrito a máquina. Ante el temor a las consecuencias que pudieran derivarse de tal hecho, se decidió quemar la carta, sin leerse su contenido. La misiva habría sido encontrada por el encargado de la gomería, comunicando la novedad a su esposa”, añadió el cronista.
Los investigadores de la Policía Federal le tomaron declaración al matrimonio que encontró la carta. Durante el interrogatorio, que según algunas versiones fue extensísimo y tenso (nunca se descartó que hayan sido maltratados), confirmaron la versión de que ellos la habían encontrado y que decidieron quemarla por temor a sufrir problemas legales. Luego recuperaron la libertad. Nunca más se supo de la existencia de este matrimonio. Los vecinos le comentaron a LA GACETA que se fueron del lugar a las pocas semanas, no sólo por la experiencia vivida, sino por otra situación que los aterró.
Días después de que se conociera el final de la carta, tres jóvenes con tonada de otra provincia se presentaron durante la noche en la estación de servicio donde los secuestradores habían dejado la carta. Sin mediar palabras, golpearon salvajemente al playero Rolando Benito Santana (42 años) para que diera más detalles. La golpiza terminó cuando uno de los hombres que integraba el grupo le avisó a su compañero que esa no era la persona que estaban buscando. Nunca se pudo encontrar a los responsables de la agresión, pero siempre se manejaron dos hipótesis. La menos creíble fue que habían sido los secuestradores, quienes decidieron vengarse por la destrucción de la carta. La otra, que fueron efectivos policiales que con golpes habrían pretendido conseguir más información sobre esta arista del caso que, sin lugar a dudas, selló el destino del empresario.
El desenlace
El 22 de febrero de 1987 se presentaba como uno de esos días insoportables de verano. Cerca del mediodía, el teléfono sonó en la redacción de La Tarde, el vespertino que editaba LA GACETA. “Somos el grupo comando que secuestró al empresario Berardi. El hombre ha sido ejecutado. Su cuerpo está en la zona de Bella Vista”, fueron las palabras que emitió el desconocido. Por el sonido que se escuchaba en la comunicación, parecía ser una llamada de larga distancia. Con semejante “bomba” en las manos, se formó un equipo de periodistas para confirmar la versión y los responsables de ambas Redacciones se comunicaron con las autoridades para ponerlas al tanto de la situación.
Cerca de las 13.40 los cronistas encontraron un cuerpo en la banquina de la ruta 301, que une la 9 con Bella Vista. Cuando se cruzaron con el primer patrullero del ya desaparecido Comando Radioeléctrico le avisaron sobre el hallazgo. En cuestión de horas, no de minutos por la increíble falta de recursos, el lugar se llenó de investigadores. Cuando las agujas del reloj se acercaban a las 18, los responsables del caso confirmaron que se trataba del cadáver del empresario. También se informó que había sido asesinado de un disparo en la nuca -confirmaba la versión de una ejecución- y que su muerte se habría producido al menos 72 horas antes, es decir, el jueves 18, unos 12 días después de haber sido secuestrado en su domicilio de barrio Norte.
“Con el hallazgo del cadáver del empresario Berardi se cerró ayer una etapa del trágico secuestro y se abre un nuevo capítulo, el de la difícil investigación que deberán emprender las fuerzas policiales para dar con los responsables del hecho, sobre los que pareciera haber muy pocas pistas que se investigan con exagerada lentitud”, publicó LA GACETA al día siguiente. Y lo hizo con seguridad después de haber presenciado el tragicómico operativo que se montó en la escena donde se encontró el cuerpo de la víctima.
Los periodistas de nuestro diario, mientras recorrían la zona, se toparon con una mujer que circulaba en una Zanella 50. Después de hacerles unas preguntas, la supuesta vecina les dijo: “soy Gabriela Reales, vivo en Buenos Aires, y anoche en la whiskería (así se llamaba a los boliches en esa época) me enteré de que al cuerpo de Berardi lo habían tirado por acá”. Los reporteros también le informaron de esta situación a la Policía, pero nunca la fueron a buscar. Recién fue citada a declarar cuando se publicó la noticia.
LA GACETA, al día siguiente del hallazgo del cuerpo, fue a buscar a la misteriosa mujer. No la pudo encontrar, pero sí a los familiares que la habían recibido en su casa. Marta Leyes, que se declaró amiga íntima, dijo que Reales no se encontraba porque había ido a declarar a la Policía Federal.
“Su situación me tiene preocupada porque su marido en Buenos Aires debe estar al tanto de lo que pasó por su aparición en los medios”, indicó la joven, que confirmó que el sábado 21 había concurrido a bailar a la discoteca Chesterfield. José Moreno, propietario del centro nocturno, confirmó la presencia de ambas mujeres en el local y de al menos dos personas con tonada porteña. Pero además aportó otro dato: la whiskería no había funcionado con normalidad por un corte de luz que comenzó pasada la 1 y se solucionó a las 5.30, aproximadamente. Sin embargo, las autoridades de Agua y Energía -la empresa prestadora del servicio- desmintieron que esa zona se haya quedado sin suministro durante ese horario, como aseguba el propietario de la disco.
Contradicciones
En medio de tantas contradicciones, los investigadores manejaron dos teorías sobre la situación de Reales. La primera es que ella había escuchado hablar a los secuestradores sobre el final que tuvo Berardi y la segunda, que formaba parte del grupo y se encontraba recorriendo la zona para asegurarse de que alguien encontrara el cuerpo, ya que habían sido los mismos captores los que avisaron que estaba en el lugar. Pero esa es otra de las dudas que surgieron en el caso. Lo concreto es que nunca fue procesada por la Justicia.
El trágico desenlace que tuvo el secuestro también dejó al descubierto las falencias que se cometieron en la escena del crimen. El primero en intervenir fue el juez Alberto Granada, cuando en realidad debió haber intervenido el juez Parache, que estaba al frente de las investigaciones y que varias horas después se enteró de la novedad. Por esos celos increíbles que existían en esos días -también sucede en la actualidad- la Policía provincial no avisó a los especialistas de la Federal que llevaban adelante la pesquisa, sino que se enteraron de casualidad.
La falta de medios indispensables también complicó todo. Los peritos tardaron horas en llegar por falta de movilidad y la mayoría de ellos lo hizo a cuentagotas, en sus autos particulares. Como no había ambulancia disponible, el cuerpo del empresario fue trasladado en la caja de una camioneta los casi 30 kilómetros que separan Bella Vista de la morgue de Lastenia. Y la escena se completó cuando los policías empujaban los viejos Ford Falcon para que pudieran arrancar y emprender el viaje de regreso. Entonces debían comenzar a transitar otro camino: encontrar a los autores del crimen.