Por José María Posse.
Lucía Aráoz nació en San Miguel de Tucumán, donde fue bautizada el 6 de Julio de 1805; hija de don Diego Aráoz (guerrero de la independencia y gobernador de Tucumán), y de doña Micaela Alurralde Ávila. Fue bautizada el 6 de julio 1805 en la catedral.
Su familia había ocupado los primeros puestos en el cabildo provincial, desde los lejanos tiempos de la colonia. Las crónicas la recuerdan como una niña muy bonita, de pelo rubio platinado, lo que no era común en aquella aldea criolla de principios de Siglo XIX. Alcanzó notoriedad a temprana edad, al ser declarada Reina del Baile de la Independencia.
En las primeras décadas del siglo XIX, Los Aráoz eran árbitros de la provincia. Sus cabezas principales eran don Bernabé Aráoz, varias veces gobernador de Tucumán, guerrero de la Independencia y fundador de la efímera República del Tucumán en 1820.
Guerras y asonadas
Fue la familia Aráoz la que convenció al general Belgrano de que presentara batalla en Tucumán. Gran parte de las tropas patriotas se conformaron con las peonadas de este linaje, dueño de grandes extensiones de tierras en el sur tucumano. Por su parte, los López eran poderosos terratenientes en la zona de Trancas. Sus figuras salientes fueron Don Ángel, Don Manuel y Don Javier López, también varias veces gobernador de Tucumán, hombre público y bravo militar quien peleó a las órdenes del general Paz en las batallas de La Tablada y Oncativo. Javier López fue en su juventud, protegido de Bernabé Aráoz, quién al notar en este características sobresalientes, lo becó para que estudiara en una importante Universidad del Alto Perú.
Vuelto a Tucumán, López fue designado lugarteniente de Aráoz y a poco andar comenzaron las diferencias entre ellos. Al punto llegaron las cosas que en 1821 Javier López encabezó una revolución contra don Bernabé, que culminó con el derrocamiento de este. Más que cuestiones personales, los dividía el enfoque político de cómo debía organizarse el naciente Estado.
Aráoz y López no lograron zanjar sus diferencias de manera pacífica, razón por la cual comenzaron las luchas. Estos acontecimientos desataron una de las etapas más sangrientas en la historia provincial..
Por fin, Aráoz fue derrotado en batalla y puesto en fuga, en un periplo que culminó con su encarcelamiento en Salta. En el camino de regreso a Tucumán, frente al muro sur de la antigua Iglesia de Trancas fue fusilado, (según la versión echada a correr en eso días), por orden de Javier López.
Es de imaginar la indignación que este hecho produjo en la familia Aráoz. La reacción no se hizo esperar; encabezados por Don Diego Aráoz, a quién se le sumó el general Gregorio Aráoz de La Madrid, se dispusieron a terminar con el odiado enemigo.
En prenda de paz
En su “Ensayo histórico sobre el Tucumán”(1882), dice Paul Groussac que ante ese acto (el fusilamiento de don Bernabé Aráoz), la poderosa familia de Aráoz juzgó con enorme severidad, “la población previó una ola de desórdenes más terribles que los pasados”. Y que, con el afán de conjurarlos, “entretejió una red novelesca que es característica de la época”.
Don Diego Aráoz tenía una bella hija, Lucía. Rubia, alegre y dorada como un rayo de sol. Groussac agrega que (con razón o sin ella) se decía que el gobernador López no era insensible a sus encantos, aunque sin esperanzas de reciprocidad. Entonces, se asistió al espectáculo aristofanesco de toda una ciudad ocupada en un casamiento político. Una unión López-Aráoz podía calmar los enconos.
El francés narra que, entonces, se persuadió a López de que Lucía se había dejado conmover; se hizo oír a don Diego la voz del patriotismo que no era indigno de escuchar.
Durante años, se especuló acerca de si Lucía se ofreció para salvar la situación, o muy por el contrario, si estaba verdaderamente enamorada del gallardo Javier López. En auxilio de esta versión, una nieta de doña Lucía (Serafina Romero López de Nougués), que vivió con ella hasta los 28 años, contaba que su abuela le relató cómo fue aquel primer encuentro con quien sería su marido. La jovencita Lucía, por entonces de 16 años, se encontraba en el patio trasero de la casa, jugando con unas primas, cuando una criada se le acercó para decirle que su padre la llamaba con urgencia a la sala. Al llegar presurosa, se encontró con don Diego, quien muy serio le dijo: “hija, le presento a su novio”. Esta versión me fue relatada por el doctor Jorge Iramain, que la escuchó de su madre, Lucía Nougués, nieta de doña Serafina Romero López de Nougés.
Lucía pidió tiempo para pensar. Su padre, don Diego Aráoz se aprestaba para la lucha, los aceros estaban templados y las súplicas del pueblo se hacían oír. Por fin la joven accedió a formalizar la unión y se selló un acuerdo tácito de paz entre las dos familias. Cuentan los memoriosos, que toda la población acudió a la ceremonia de su casamiento; cuando don Diego entregó a su hija en el altar, las campanas de todas las iglesias de la ciudad repicaron durante horas.
Nuevamente es Groussac el que concluye: “Y es así como, hacia el año 24, los criollos Capuletos y Montescos dieron tregua a sus odios políticos, y los venerables burgueses de Tucumán hicieron poesía sin saberlo.
Finalmente, se casaron ese fatídico año de 1824; en adelante doña Lucía acompañó durante los siguientes 14 años, las incidencias por las que atravesó su marido en el contexto del inicio de las guerras entre unitarios y federales.
El duro exilio en Bolivia
Por desgracia la paz que se aseguraba iba a producir aquel casamiento, no duró mucho tiempo. En 1825, Gregorio Aráoz de La Madrid, junto a un grupo de antiguos partidarios del finado Bernabé Aráoz, derrocó a Javier López, que ya no volvería a gravitar sobre Tucumán. Acontecimientos posteriores lo obligaron a exiliarse en Bolivia.
Hacia allí partió con su joven mujer, ya cargada de hijos pequeños, que sufrieron las vicisitudes de aquel viaje, perseguidos por los que pretendían capturar a López. Pero doña Lucía no era mujer de quejarse. Ya instalada en Tupiza, junto a otras familias exiliadas, se dio vuelta como pudo para criar a sus hijos entre la miseria circundante. Pusieron una pequeña tienda de ramos generales, con la cual sobrevivían a duras penas. Mientras su marido junto con otros emigrados tramaban el regreso al país, levantando ejércitos que nunca llegarían a formarse.
En 1836 el obstinado Javier López invadió Tucumán. Luego de ser derrotado en un combate con las fuerzas del gobernador federal Alejandro Heredia, este lo mandó a fusilar en la actual plaza Independencia.
La vida continuó para doña Lucía ya de vuelta en Tucumán, entre la viudez con ocho niños que criar, en medio de la ferocidad de nuestras guerras civiles y la estrechez económica. Los vencedores habían incautado todas las propiedades del finado López, en razón de ello, doña Lucía vivía con lo justo ayudada por sus padres.
En febrero de 1839, finalmente, la Sala de Representantes se acordó de los servicios que el general Javier López había prestado a la provincia desde los tiempos de don Bernabé, y a la República en la guerra con Brasil. En razón de ello y “a las atenciones que merece su virtuosa viuda Lucía Aráoz de López, por su estado de indigencia, ha acordado la donación de la finca y terreno de la Ciudadela, que fue de su difunto marido, con más el derecho a cobrar los alquileres corridos e impagos”.
Doña Lucía no volvió a contraer matrimonio, vivió su vida dedicada a sus hijos, nietos y los bisnietos que llegó a conocer. Pero no por ello dejó de lado su preocupación por los más necesitados. En el año 1858 integró el elenco fundacional de la Sociedad de Beneficencia de Tucumán, que presidió en dos oportunidades (1860/1861) y (1863/1864).
La patriota ferviente
En aquellos tiempos de luchas fraticidas, doña Lucía se jugó en más de una oportunidad por la causa de la paz y la concordia. Benjamín Villafañe Chávez dejó el relato de cómo doña Lucía salvó la vida de su padre, del mismo nombre. “En el año 1861 en el mes de octubre, mi padre gobernador de Tucumán, libró batalla en el lugar llamado El Manantial, con el ejército que comandaba el general Octaviano Navarro… después de tres horas de lucha sangrienta fueron vencidos y mi padre tomado prisionero”.
“Don Celedonio Gutiérrez, que había gobernado Tucumán durante la tiranía de Rosas, volvió al poder y dispuso que mi padre fuera lanceado en San Javier, lugar de acceso a los valles de Salta, hasta donde tenía que ser conducido por el oficial tucumano Antenor López (Aráoz), bajo pretexto de que se había sublevado en el camino a Salta. La madre de este oficial, doña Lucía Aráoz de López, al conocer la orden dada al hijo, lo amenazó con maldecirlo si la cumplía. Ella sabía que tal desacato le habría de costar la vida al hijo”.
“Llegados al lugar señalado para consumar el sacrificio, López dio al prisionero todas las instrucciones necesarias para que pudiera llegar a la provincia de Salta, sano y salvo”.
“La victoria de Pavón acaecida en esos mismos instantes, libró a Tucumán de Gutiérrez y salvó la vida de López Aráoz. Cuando regresó de su misión, se conocía ya la victoria alcanzada por Mitre sobre las fuerzas de la Confederación”.
Testigo de la historia
Doña Lucía testó en San Miguel de Tucumán, el 16 de abril de 1889, ante el escribano Emilio Sal. Consignó detalladamente los bienes que entregó a sus hijos en vida, declarando ser dueña de la casa que habitaba, también que gestionaba ante el gobierno nacional el pago de dos letras por préstamos que su padre hizo a la nación el año 27 por valor de mil trescientos sesenta y tres pesos fuertes con cincuenta centavos. Además tenía a su favor la mitad del valor de los sueldos adeudados a su esposo, cuyo pago se gestiona ante el Gobierno Nacional, por su nieto, el Dr. Miguel Romero, como su apoderado. Manifestaba también que todos sus bienes los hubo por herencia paterna.
Sus últimos años los vivió rodeada de su prolongada descendencia, con quienes rememoraba tiempos idos. Su referida nieta, doña Serafina Romero López en varias ocasiones le preguntó a su abuela acerca de su relación con don Javier, a lo que ella muy solemne contestaba que: “se habían querido mucho y que se habían llevado muy bien.” De esa manera dejaba muy en claro que su matrimonio, aunque impuesto de alguna manera por las costumbres de la época, había sido feliz.
Falleció en Tucumán, el 8 de marzo de 1890, convertida en una de las matronas más representativas de la sociedad tucumana. Era una de las últimas personas vivas, que podían atestiguar aquellos días previos y posteriores al 9 de julio de 1816, en los que nos declaramos libres e independientes, soberanos ante el mundo, y así lo juraron aquellos patriotas, muchos de los cuales dejaron su vida y fortuna por la causa.
(*) José María Posse y César Carrizo son miembros de DAT 2021