Aciertos e intermitencias en el juego. Incapacidad de poder cerrar el partido pese a la capacidad de generar situaciones de gol ante un rival que puso más entusiasmo que fútbol. Un caminar por la cornisa cuando pudo hacerlo por una alfombra roja. Altas y bajas.
Pero lo que salvó a una nueva noche de victoria para la Selección fue ese instante que alumbró en el minuto 43. Las cámaras de la televisión se fueron con Lautaro Martínez, que acababa de convertir el primer gol luego de un preciso centro de Nahuel Molina. Llegaron todos los jugadores, festejaron. Pero hay que volver atrás la imagen -sin quitarle mérito al tremendo cabezazo del “Toro- y quedarse con la pared que construyó Rodrigo De Paul con Molina. Genial. La medida perfecta de lo que cualquiera de nosotros quiere del fútbol.
De Paul, 27 años, de Sarandí. Actual jugador de Atlético de Madrid. Botines rojos. Las medias más bajas de lo que hoy suele usar la mayoría de los futbolistas. Las pierna derecha llena de tatuajes (detalle que se extiende a sus brazos). El del andar inconfundible en la cancha. Que defiende y exige al rival, forzándolo al error. El que cuando se hace de la pelota, crea, con intensidad y visión amplia.
Muchos recuerdan el partidazo que hizo De Paul en la final de la Copa América de julio. Se “comió” el Maracaná aquella vez. Anoche lo hizo de nuevo. Jugó, hizo jugar y aportó -en un partido con grises- el brillo de una gema. Una de potrero argentino.