Las Torres siguen cayendo: metáfora de una potencia vulnerable

Las Torres siguen cayendo: metáfora de una potencia vulnerable

El fracaso en Afganistán reabrió las heridas del peor ataque terrorista de la historia contemporánea. Cuatro administraciones padecieron los efectos negativos del 11-S. Y el extremismo se apoderó de la propia Casa Blanca

EL BAJO MANHATTAN, HOY. El lugar donde se levantaba el World Trade Center es actualmente un cementerio. EL BAJO MANHATTAN, HOY. El lugar donde se levantaba el World Trade Center es actualmente un cementerio.

Cada 11 de septiembre regresan los recuerdos del polvo. Esa nube densa cubrió Nueva York y llegó a ser captada por los satélites que en aquel entonces orbitaban alrededor de la Tierra. El aire enrarecido por cenizas y escombros es, para quienes estaban en las inmediaciones del World Trade Center, la postal más nítida de un colapso que quedó grabado en la memoria de todos los que ese día habitaban el planeta y siguen vivos para recrearla. El complejo de rascacielos emblemáticos del poderío estadounidense se desplomaba en directo como consecuencia de un ataque ejecutado desde las alturas. Lo inverosímil estaba ocurriendo. Pero lo más impactante era lo que había detrás de esa caída material: otro desmoronamiento simbólico y metafórico que, 20 años más tarde, sigue provocando odios, víctimas e injusticias.

Las heridas permanecen abiertas. El vigésimo aniversario de los atentados perpetrados por Al Qaeda contra las Torres Gemelas y el Pentágono encuentra al mundo presenciando el fracaso del esfuerzo llevado adelante por los Estados Unidos desde 2001 para democratizar Afganistán y liberar ese enclave de las opresiones del integrismo musulmán. Las instantáneas de la retirada de las tropas de Kabul eximen de mayores comentarios. Los talibanes retomaron las posiciones, y desataron la tan temida ola de persecución y violencia contra la población civil.

La desmilitarización acarreó el caos que se buscaba evitar. Nuevas masacres y desastres humanitarios prolongan la lista de víctimas que contiene a los casi 3.000 muertos como consecuencia del 11-S. Parece una pesadilla de nunca acabar: el espejo donde se mira la venganza infinita.

Con todas las vueltas y dificultades que enfrentó el proyecto, resultó inmensamente más sencillo reconstruir Ground Zero, el área del sur de Manhattan donde estaban las Torres Gemelas, que exterminar el yihadismo. “Yo no habría podido diseñar nada para ese lugar. Para crear, uno necesita entusiasmo y optimismo. Hubiera sido imposible ponerme en ese estado de ánimo: aquello no era para mí. Rechacé ofertas durante años”, admitió antes de fallecer el célebre arquitecto tucumano César Pelli en una entrevista en su estudio de New Haven (Connecticut). En el décimo aniversario de los ataques, la inauguración del Memorial 9/11 denominado “Reflecting Absence” contribuyó a la resiliencia. Esta obra pone en juego un par de cascadas incesantes, sin fondo, como el sufrimiento originado por esta cadena de tragedias. LA GACETA estuvo ahí, en el acto que en 2011 encabezaron el entonces presidente Barack Obama y su antecesor, George Bush.

“A las 4.30 de la mañana del 11 de septiembre de 2011, la familia de José Juan Marrero decidió que había llegado la hora de partir hacia Ground Zero. Ninguno de los siete miembros del clan pudo dormir la noche anterior. Los niños pensaban en el tío que no conocieron; los padres, en el hijo que perdieron inesperadamente. Los hermanos de Marrero pensaban en los últimos pensamientos de la víctima 1.659 del World Trade Center. La abuela, en cambio, pensaba en los términos en que se piensa en las arbitrariedades del destino: ‘¿por qué él, que era tan joven, y no yo, que soy vieja y estoy enferma?’", comienza la crónica publicada al día siguiente. Durante esa jornada y en una nueva visita al monumento emplazado donde estaban los cimientos de los edificios, los rosarinos Alberto y María Rosa Santoro, progenitores del paramédico argentino fallecido entre las ruinas de las Torres, Luis Santoro, celebraron que los metros cuadrados más caros del globo hayan sido preservados con la función que les confirió el destino: ser no el ícono de la grandeza financiera y económica, sino un cementerio a cielo abierto.

Confusiones acentuadas

Cuatro presidentes, dos republicanos y dos demócratas, tuvieron que lidiar con los conflictos que desencadenó el 11-S. Bush pasó a la historia como el impávido que, tras tomar conciencia de lo que había ocurrido, sobreactuó la reacción, y, con la bandera de la seguridad nacional y el consejo de los halcones, embarcó a su país en aventuras bélicas costosísimas y muy difíciles de controlar en Oriente Medio. Obama, el candidato que ilusionó a las minorías con su discurso progresista e igualitario, liquidó al cabecilla de Al Qaeda, Osama Bin Laden, en una operación escenificada al modo de “Misión Imposible”. Donald Trump, el “outsider” que con su relato antipolítico derrotó a una dirigente del establishment como Hillary Clinton, acentuó las confusiones al dar la espalda a los aliados occidentales tradicionales, y acercarse a populistas, autócratas y dictadores.

Las postrimerías de la sinuosa y caricaturesca administración de Trump puso en evidencia los peligros que acechan a la institucionalidad estadounidense. La denuncia de fraude electoral tuvo como correlato una irrupción por la fuerza inédita en el santuario de la democracia, el Congreso de la Nación. En el auge de la pandemia quedó a la vista hasta qué punto el extremismo supremacista había habitado en la Casa Blanca y estragado los valores que aquella dice representar. Fueron horas donde más que nunca Estados Unidos se reveló como una potencia contradictoria y vulnerable en una realidad en ebullición.

Por algo el demócrata Joe Biden, cuando desalojó a Trump, declaró con alivio y solemnidad: “la democracia ha prevalecido”. Desafiado por China y rehén de guerras largas que no se dejan ganar, el imperio permanece en pie, aunque ya no con los bríos del nuevo orden que protagonizó en los años 90 tras otra caída, la del Muro de Berlín. La prueba de esa pérdida de energías es que Trump se presentó como el restaurador de la movilidad social ascendente conocida como “American Dream”. La revolución tecnológica con epicentro en la Costa Oeste magnificó las fortunas de los más ricos y, paradójicamente, aceleró una transformación laboral que marginó a un número significativo de ciudadanos. La debacle de Detroit, otrora meca de la industria automotriz, refleja la crudeza de los embates soportados por la industria. En este caldo de insatisfacción con el capitalismo se cuecen la intolerancia hacia los extranjeros y los rebrotes de segregación racial.

La desigualdad es uno de los aspectos críticos en los Estados Unidos post 11-S. En las horas siguientes al décimo aniversario de los ataques, un grupo de activistas acampó en la plaza Zuccotti, muy cerca de Ground Zero, con la intención expresa de ocupar Wall Street (#OccupyWallStreet). Este movimiento de protesta contra las ventajas tributarias y los blindajes de las grandes compañías se expandió con rapidez, y se apagó pronto. El llamado de atención está latente e interroga a los gobernantes, pese a la recuperación de la economía estadounidense tras las contracciones producidas por el coronavirus.

Los problemas interiores explican el repliegue en Afganistán. Aquel sinceramiento devastador obliga a preguntarse qué pasará con la yihad fuera de los países árabes ahora que la yihad reverdece en aquellos. Por el lado de los Estados Unidos parece que tambalea su papel de guardián de la libertad en el mundo. Este país con muchísimas facetas admirables deberá reinventarse mientras batalla con las consecuencias de la desmovilización. Quedan lecciones por aprender. Ninguna potencia es inexpugnable. A veces las caídas más sangrientas suceden lenta y silenciosamente, sin desplegar una mota de polvo que evidencie el descalabro.

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