El club de los 33 Gobernadores de facto

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Guillermo Monti
Por Guillermo Monti 03 Septiembre 2021

Durante casi un cuarto del siglo XX -24 años- la Argentina vivió sometida por dictaduras militares. Se incluye en la cuenta el golpe de Estado que derrocó a Arturo Frondizi en 1962 y el lapso que medió hasta que al año siguiente Arturo Illia asumió la Presidencia. Fueron 17 meses en los que José María Guido ocupó el sillón de Rivadavia mientras al poder real se lo disputaban dos bandos del Ejército (“azules” y “colorados”), así que una generosa mayoría de historiadores coincide en que, de constitucional, el período de Guido no tuvo nada. Pero aterricemos en Tucumán. A lo largo de esos 24 años por la Provincia desfilaron 33 interventores; una lista de Gobernadores de facto en la que se entrecruzan militares y civiles de los más diversos y curiosos perfiles. El último de ellos, Mario Fattor, murió esta semana a los 87 años.

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La carrera de Fattor en la administración pública era de lo más extensa. Había arrancado en 1956 como subdirector de Rentas Municipales y desde entonces surfeó las décadas en distintos cargos técnicos. Cuando se produjo el golpe del 24 de marzo de 1976 era subdirector de Presupuesto de la gestión peronista de Amado Juri. Y allí siguió. En marzo de 1981 se movieron las piezas del Proceso de Reorganización Nacional: Roberto Viola reemplazó a Jorge Videla en la Casa Rosada y Antonio Merlo hizo lo propio con Lino Domingo Montiel Forzano en Tucumán. Merlo rediseñó el gabinete y designó a Fattor -en ese momento secretario de Hacienda- al frente del Ministerio de Economía. Lo que no imaginaba el contador Fattor era que al mediodía del domingo 3 de julio de 1983, desbordado por el tenor de una protesta policial, el General Merlo sacaría una pistola en plena escalinata de la Casa de Gobierno. LA GACETA estaba allí. El olfato periodístico de Juan Manuel Asís captó la trascendencia del episodio y Jesús Antonio Font inmortalizó la anatomía de ese instante con una foto que a Merlo le costó el puesto y a Fattor le significó lo impensado: sentarse en la poltrona de Lucas Córdoba.

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A esa altura la dictadura estaba en plena retirada. Fattor aceptó la misión de encabezar la transición de cinco meses, que culminaría en diciembre con la asunción de Fernando Riera. Juró el 12 de julio ante el ministro del Interior, Llamil Reston (foto), y tras el brevísimo interinato de una semana que le alcanzó a Carlos Salmoiraghi para anotar su nombre en la “galería de los 33”. El discurso de Fattor fue breve: prometió que habría libertad y no libertinaje, se comprometió a seguir la hoja de ruta que derivaría en la democratización de la provincia a partir de las elecciones de octubre, y dejó una nota de color cuando anticipó que gobernaría “a puertas abiertas”. El mismo eslogan de campaña de José Domato en 1987. En el Salón Blanco lo acompañaron tres gobernadores del NOA, los presidentes de la Corte Suprema -Miguel Jatip- y de la Cámara Federal de Apelaciones -Alberto Gallo Cainzo-, y un grupo de figuras del Tucumán del momento que incluía al rector de la Unsta, Fray Aníbal Fosbery. En esa casa de estudios había ejercido Fattor la docencia.

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La vinculación de Fattor con la administración pública se prolongó en la década siguiente. Durante el menemismo llega a ser director del Ente Nacional de Obras Hídricas y Saneamiento. Y también se visibiliza su vinculación con el bussismo: en 1991 se lo anuncia como potencial candidato a gobernador de Santiago del Estero por Fuerza Republicana, y años más tarde, en 1995, LA GACETA lo cita como “futuro asesor de Antonio Bussi” cuando Fattor criticaba la privatización del servicio de agua (la vieja Dipos) decidida por la gestión de Ramón Ortega.

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Los 33 Gobernadores de facto ocupan un lugar de lo más incómodo en nuestra narrativa. Se los eligió a dedo, muy pocos eran tucumanos, en algunos casos les tocó mandar sólo durante un puñado de días. La ciudadanía sabía poco y nada de ellos cuando asumieron, siempre en un contexto crítico e inconstitucional. Y salvo contadísimos casos, así como llegaron se fueron: burócratas de ocasión a quienes les tocó incidir sobre la vida de los tucumanos desde la máxima magistratura. Todos hermanados por el mismo pecado de origen. Esto explica el limbo histórico en el que flotan, y no es que falte el interés por desmenuzarlos. A fin de cuentas, en varios casos sus decisiones resultaron determinantes para el destino de la provincia. Pero se va estableciendo una ambigüedad notoria al momento de abordar cada figura, porque el rechazo lógico a la investidura dictatorial con la que fueron ungidos cruza cualquier análisis. Ese punto de partida, ineludible, mete en la misma bolsa -por ejemplo- a Alberto Baldrich, a Carlos Imbaud, a Roberto Avellaneda, a Oscar Sarrulle y a Antonio Bussi. Y por supuesto que no son lo mismo.

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El último de los 33 fue el contador Fattor. El primero, a caballo del golpe que derrocó a Hipólito Yrigoyen el 6 de septiembre de 1930, se llamaba Juan Vacarezza y reemplazó al depuesto gobernador José Graciano Sortheix. Lo curioso es que el general Vacarezza era tan radical como Sortheix y si toleró participar en la asonada fue por una cuestión de obediencia debida. Así que pidió el inmediato retiro del Ejército y cinco días después del golpe le entregó la gobernación a otro general, Francisco Vélez. A esto se refiere la advertencia de no medir a todos con la misma vara.

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En otro de los períodos dictatoriales (1943-1946) Tucumán fue campo de pruebas para el experimento ultranacionalista desplegado en sólo ocho meses por Alberto Baldrich. Una famosa anécdota de la época revela que era tan furioso el antiliberalismo de Baldrich que una noche sacó un cuadro de Bernardino Rivadavia de la Casa de Gobierno y lo hizo fusilar en la plaza Independencia. Años después, en 1966, al general auditor retirado Fernando Aliaga García el dictador Juan Carlos Onganía le confió la más delicada y penosa de las misiones: gobernar Tucumán mientras se cerraban los ingenios. Fue en el marco de esa lamentable Revolución Argentina, que pretendía perpetuarse durante al menos dos décadas y se consumió al cabo de siete años, que Jorge Rafael Videla gobernó Tucumán (del 4 de agosto al 3 de septiembre de 1970).

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En diciembre celebraremos 38 años de democracia ininterrumpida. Los Gobernadores de facto van quedando muy atrás, como figuras difuminadas, cada vez menos perceptibles. Y menos comprensibles para las nuevas generaciones. No les quita, en ningún caso, la condición de sujetos históricos.

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