Como en todos los oficios, existe una clase de políticos profesionales. Esto ocurre en todos los países del mundo y es consecuencia obvia del hecho de que la política es una tarea con saberes concretos, que demanda especialización y dedicación a tiempo completo. En este sentido, la política no es distinta de la medicina o los pilotos de avión. Y así como hay médicos profesionales y pilotos que dedican su vida profesional solamente a ser pilotos, también existen políticos profesionales.
No solamente esto ocurre en todo el mundo, sino que no es una mala noticia. Es impensable que la administración de un país quede en manos de individuos sin ningún tipo de experiencia. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si de un día para el otro todas las posiciones de liderazgo quedaran en manos de individuos novatos en la política? Posiblemente el resultado no sería muy bueno: muchísimo tiempo de adaptación a los requerimientos del puesto, acumulación de errores y desconocimiento de los procedimientos para lograr que las cosas se hagan. Aunque a veces cueste creerlo y sea incómodo decirlo, necesitamos tener una clase de políticos dedicados a tiempo completo a esa tarea.
Pero, ¿por qué reaccionamos negativamente ante la existencia de una “clase política” aunque no tanto cuando pensamos en una “casta de médicos”? En primer lugar porque la existencia de una “casta política”, aunque inevitable, va en contradicción con la visión idealizada de la democracia como un sistema en el que gobierna el pueblo. En efecto, la promesa original de la democracia (en los escritos, por ejemplo, de Alexis de Tocqueville o de Jean Jacques Rousseau) era la de un sistema en el que individuos libres e iguales tomarían sus propias decisiones y así se llegaría al ideal del autogobierno. Pero el tiempo demostró que el funcionamiento de la democracia “real” no es eso. La democracia real es un procedimiento de selección de liderazgos. Pasamos de la promesa del gobierno del pueblo a un mero ejercicio para seleccionar quiénes nos van a gobernar. En ese tránsito, los políticos son los destinatarios naturales de la frustración con esa “promesa incumplida” de la democracia.
Además, el enojo con la casta política proviene también de la manera en la que los argentinos, y en especial los políticos, nos relacionamos con el Estado. Muchas veces, creemos que los recursos estatales pueden usarse en beneficio particular. Esto define el tipo de Estado que tenemos en Argentina: un Estado patrimonial, que funciona como una estancia en donde el patrón es -valga la redundancia- amo y señor. El estado es “patrimonio” del soberano.
Los eventos recientes en nuestro país muestran de qué manera el término “patrimonialismo” le cabe a la manera en que sobre todo la clase política utiliza los recursos que gestiona el Estado. Lo que ocurrió con el “Vacunatorio VIP” es sintomático de las características ya mencionadas: por encima de las reglas formales, los amigos de los funcionarios tienen prioridad para vacunarse. El resultado, además de la profunda inmoralidad del caso particular, es que los que se vacunan primero no son los que más lo necesitan, sino los que tienen acceso y saben tocar las puertas del Estado. Como en las viejas cortes reales de las monarquías absolutas, son los contactos y no las reglas las que importan.
Lo mismo ocurre con los festejos en la Residencia de Olivos. El Presidente es la máxima autoridad y el que se encargó de manejar la crisis sanitaria. Pero las reglas no aplicaban a él. Como en las viejas monarquías absolutas, él se encuentra por encima de las leyes.
Todo esto tiene consecuencias importantes sobre la legitimidad de los políticos y sobre la confianza que los ciudadanos depositamos en el sistema democrático. Es preciso que la clase dirigente comprenda que en las dificultades de la hora, la ejemplaridad y la empatía deben ser la norma.