

“El 28 de junio de 1992, el presidente francés François Mitterrand se desplazó súbitamente, sin previo aviso, y sin que nadie lo esperara, a Sarajevo, escenario central de una guerra en los Balcanes que, en lo que quedaba del año, se cobraría 150.000 vidas. Su objetivo era hacer patente ante la opinión mundial la gravedad de la crisis de Bosnia. En verdad, la presencia de un estadista distinguido, anciano, visiblemente debilitado, bajo los disparos de las armas de fuego y de la artillería, fue muy comentada y despertó admiración. Sin embargo, un aspecto de la visita de Mitterrand pasó prácticamente inadvertido, aunque tenía una importancia fundamental: la fecha. (…) El 28 de junio era el aniversario del asesinato en Sarajevo, en 1914, del archiduque Francisco Fernando de Austria - Hungría, que desencadenó, pocas semanas después, el estallido de la I Guerra Mundial. Para cualquier europeo instruido de la edad de Mitterrand era evidente la conexión entre la fecha, el lugar y el recordatorio de una catástrofe histórica precipitada por una equivocación política y un error de cálculo. La elección de una fecha simbólica era tal vez la mejor forma de resaltar las posibles consecuencias de la crisis de Bosnia. Sin embargo, sólo algunos historiadores profesionales y algunos ciudadanos de edad muy avanzada comprendieron la alusión. La memoria histórica ya no estaba viva”.
Este fragmento de “Historia del siglo XX”, de Eric Hobsbawm, da cuenta acabadamente de cómo, en algunas circunstancias, las acciones más profundas y más significantes de los grandes hombres de Estado son objeto de la incomprensión de la mayoría de sus contemporáneos.
El estadista argentino Alberto Fernández sufre en carne propia este escarnio. Muy pocos argentinos (oficialistas, opositores o independientes; de izquierda, de centro, de derecha o librepensadores) se han dado cuenta de que lo ocurrido en Olivos en 2020 durante el cumpleaños de la primera dama, antes que una celebración para Fabiola Yáñez, era un homenaje dedicado a una de las obras filosóficas más trascendentales del siglo XX. El “Tractatus lógico-philosophicus” de Ludwig Wittgenstein está cumpliendo el primer siglo de su publicación. Y por eso el Gobierno de nuestro prohombre de la intelectualidad nacional esperó a este año para pedirle a la Televisión Pública que difundiera el video de aquella amorosa reunión.
Evidentemente, comprobamos que la memoria historia respecto del “Tractatus” ya no está viva, como seguramente tampoco lo está nadie que lo haya leído cuando salió a la venta. A ello se suma una cuestión que tampoco es menor y que exime de culpa y cargo a los argentinos: Wittgenstein era un filósofo para filósofos. De modo que su obra nunca fue pasión de multitudes. Nadie llevaba el “Tractatus” a la playa. Ni encaraba una conversación en el tranvía citando a su autor. Ni piropeaba diciendo: “enmudecí porque tu belleza, diría Wittgenstein, es tan trascendente que se encuentra más allá del lenguaje”.
Alberto, sin embargo, como todo fanático de la epistemología, decidió no sólo que el aniversario de aquel trabajo filosófico tan significativo no debía pasar inadvertido: se empeñó además, en emprender uno de los más colosales esfuerzos de pedagogía masiva de los que se tenga registro: que todos sus compatriotas podamos comprender de qué habla la opera prima del pensador alemán. Sarmiento, decime qué se siente…
Silencios
La idea central de esta “primera filosofía” de Wittgenstein es la distinción entre “decir” y “mostrar”. Y, como explica el catedrático Vicente Sanfélix Vidarte (Universidad de Valencia), la tesis crítica que lleva asociada esta diferenciación, el límite que separa el “decir” del “mostrar”, consiste en que lo que se muestra no se dice. No tanto porque no debe ser dicho, sino porque no puede ser dicho. Hay cuestiones que están más allá de las palabras y que no es posible formular mediante proposiciones lógicas, sino que sólo pueden ser mostradas.
La ética es una de esas cuestiones que, más que decirse, tienen que ser mostradas. “Está claro que la ética no se deja expresar. La ética es trascendental”, escribió Wittgenstein. Por lo mismo, propuso: “De lo que no se puede hablar es mejor callar”. No hay en ese juicio un acto de censura, sino la ratificación de que lo valioso, más que predicado, debe ser exhibido. Porque se puede hablar de cómo proceder, y hasta pueden escribirse leyes y decretos referidos al debido comportamiento, pero si aquello que se muestra es diferente con respecto a lo que se dice, lo dicho deviene parloteo.
Trascendencias
La complejidad y la abstracción de Wittgenstein, en contraste, se entienden acabadamente con el homenaje que Alberto -gracias la generosa participación de Fabiola- le rindió al “Tractatus” el año pasado. Él venía de rubricar el decreto 576/2020, según el cual entre el 1 y el 17 de julio de ese año, iba a regir el estricto Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA). Allí se especificaba que quien violase la cuarentena dura y sus restricciones quedaría incurso en las figuras delictivas tipificadas por los artículos 205 y 239 del Código Penal, vinculados a la propagación de enfermedades peligrosas.
Consecuentemente, se cerraron los negocios, las escuelas y el Congreso. No hubo despedida posible, ni en la agonía ni en la muerte, para las víctimas de la covid-19. Los afectos debieron tramitarse virtualmente entre padres e hijos, nietos y abuelos, novios y no tanto. Salir a correr era delito. Salir a remar en soledad era, directamente, criminal. Salir a trabajar para llevar sustento a la mesa de la familia, para millones, se convirtió en una actividad clandestina. Hambre o causa penal se transformó en una disyuntiva infernal.
El acatamiento, sin embargo y pese a todo, a regañadientes y con enormes sacrificios, fue masivo. Porque mientras el decreto decía por escrito que no había que saturar el sistema sanitario (en el AMBA, en junio, había aumentado 136% el número de afectados, había crecido el 96% la cifra de fallecidos y había trepado 74% la cantidad de personas internadas en terapia intensiva), el presidente daba lecciones de ética en los actos. Una de las más recordadas data del 24 de agosto de 2020, en la renovada estación ferroviaria Villa Rosa, en Pilar. “Algunos me recomendaban que la economía no se frene y que deje frenar a la sociedad; que se caigan los que se tengan que caer; que se enfermen los que se tengan que enfermar; y que mueran los que tengan que morir. Yo preferí, como preferimos todos nosotros, preservar la vida de la gente, la salud y el cuidado de los argentinos y argentinas antes de ganar un peso más en la economía. Siento que no nos equivocamos”, nos dijo a todos, todas y todes.
Este mes, exactamente un año después de aquella elegía a la moral pública, nos enteramos de que 20 días antes de proclamar “lucro o vida”, nada menos que en la residencia presidencial de Olivos usaban el decreto como servilleta de cumpleaños. Contra la prohibición de las reuniones sociales, se había celebrado el cumpleaños de la primera dama en un ágape al que asistieron hasta los amigos de Instagram. Ni hablar de barbijos o protocolos sanitarios. Según las fotos, el único que tuvo la humana contemplación de guardar distanciamiento social fue Dylan, el perro del jefe de Estado.
Para decirlo en una palabra: gracias. Gracias Presidente por explicar el “Tractatus” como un verdadero especialista.
Palabras
No sólo queda en evidencia que la ética real no se encuentra en el plano del “decir” sino del “mostrar”. Queda expuesto, también, que lo que está reservado a la dimensión del “mostrar” está más allá de las palabras.
Esto se evidencia, en primer lugar, que nada cuanto se diga podrá competir contra aquello que se ha mostrado.
“Si algunos piensan que me van a hacer caer por un error que cometí, sepan que me fortalecen”, gritó el Presidente en La Matanza, el lunes pasado. Pero no importa cuánto levante la voz: los argentinos no podían despedir con una corona de flores a sus muertos, pero él llegaba con un arreglo floral a la fiesta.
Al día siguiente, en Avellaneda, en la entrega de la vivienda 20.000 que otorga la gestión de Alberto, la que tomó el micrófono fue Cristina para decir, una vez más: “Ah, pero Macri…”. La Vicepresidenta mandó al mandatario a no ponerse nervioso y a “poner en orden lo que tengas que poner en orden”. A continuación, habló del endeudamiento con el FMI y sostuvo que, con la “complicidad de jueces”, durante el gobierno de Cambiemos “se perseguía y encarcelaba opositores sin juicio”. La deuda externa sigue aquí; y la foto que “muestra” al jefe de Estado haciendo lo que había “dicho” que no debía hacerse, también. Peor aún: 24 horas después, el propio oficialismo difundió el video de la fiesta en Olivos. “Feliz cumpleaños”, cantan y aplauden todos. Una pena que no cantaran: “Porque es una buena compañera”.
En segundo término, las propias imágenes (esas que muestran que mientras los argentinos se encerraban o se enfermaban o se morían, Olivos era una fiesta) también están más allá del lenguaje. ¿Qué es, exactamente, lo que hicieron el Presidente y la Primera Dama al violar las disposiciones del decreto a partir del cual se amenazaba a los argentinos con procesos judiciales si alguien hacía lo que ellos estaban haciendo? ¿Es un flagrante incumplimiento de los deberes de funcionario público; un simple error; la comisión de un de delito previsto en el Código Penal; apenas un descuido; una oda a la impunidad; un desliz menor que la oposición exagera porque estamos en campaña; una conducta pueril; la postal de la decadencia y la doble moral? Eso que se “muestra” desafía las categorías del decir.
Imágenes
Que la foto no pueda traducirse acabadamente con palabras, no significa que nada “transmita”. Transmite y mucho. Y lo transmitido tiene que ver con lo que no está bien. Con lo que no es correcto. Con lo que no es ético. Entonces, dicho en términos tucumanos (idioma que el filósofo alemán no hablaba), las imágenes se inscriben en la esfera de lo “indecible”. Pero, a la vez, son “decidoras”. “Decidoras” de lo que está mal.
Dicho de otro modo: el monstruo muestra la anormalidad, y a la vez anuncia que la normalidad no está. Luego, las imágenes de la fiestita en la Quinta muestran una acción de una trascendencia incontrastable: el Gobierno de Alberto se dividirá entre el “antes” de las fotos y el “después” de las fotos. Y a la vez, muestran que hay trascendencias, como la ética, que no están.
En definitiva: el aporte a la cultura del pueblo tributado por el Presidente de los 44 millones de argentinos es inestimable. Incomprendido, claramente, pero valiosísimo. Después de las fotos y los videos, estamos en condiciones de ser el primer país del mundo en enarbolar orgullosamente una bandera egregia: “Tractatus para Todos”. Ahora, a seguir militando para hacer tronar el escarmiento en las urnas contra la oposición jamás ilustrada. Cristina es la que mejor “dice”, y Alberto es el que mejor “muestra”. Y no nos olvidemos de la Primera Dama: “Fabiola, / Fabiola corazón, / aquí tenés ‘Tractatus’ para la revolución”.
Se viene la hora de “La Wittgenstein”, compañeros…