Fue a cubrir una nota y descubrió el "watergate"

Fue a cubrir una nota y descubrió el "watergate"

El 17 de junio de 1972 comenzaría a revelarse el mayor escándalo de espionaje político de la historia de EE.UU.

17 Junio 2002
Aquel sábado 17 de junio de 1972 una llamada telefónica lo despertó a las 9 de la mañana. De mala gana, el reportero del diario "The Washington Post" Bob Woodward contestó. Era un jefe para avisarle que tenía que ir a cubrir la detención de cinco hombres que aquella mañana habían sido atrapados mientras asaltaban el cuartel general del Partido Demócrata, en el Hotel Watergate, de Washington.
Se vistió y pensó que se trataba de un asunto insignificante, de un simple robo. Uno más. No se le cruzaba por la cabeza que 30 años después en todos los periódicos del mundo se escribirían crónicas en su honor y el de su compañero, Carl Bernstein. Jamás pensó que aquel día comenzaría a revelarse el mayor escándalo de espionaje político de la historia de Estados Unidos, hoy conocido como "Watergate". Y menos aún que la investigación periodística que emprendería aquella indiferente mañana haría temblar la estructura institucional norteamericana: en 1974 el republicano Richard Nixon, quien sólo dos años antes había sido reelecto con el 61% de los votos, se convirtió en el primer y hasta ahora único presidente que debió renunciar, porque ya estaba en marcha en el Congreso un proceso para destituirlo, tras comprobarse que había estado implicado directamente en el episodio del "Watergate".

Sólo para periodistas
Woodward y Bernstein, con sólo 29 y 28 años respectivamente, pusieron la piedra basal de lo que hoy, pomposamente, se conoce como periodismo de investigación. En efecto, desde entonces a todos los escándalos políticos descubiertos por la prensa, en cualquier rincón de la tierra y cualquiera sea el idioma, se les añade el sufijo "gate". Así fue como en la Argentina se habló de "Narcogate" por la supuesta relación de funcionarios nacionales con el lavado de dinero proveniente del narcotráfico, y en Tucumán, de "Taxigate", a mediados de la década del 90, para designar las irregularidades en la concesión de las licencias de remises y taxis en la capital. Pero los "Woodstein", como los llamaba el director del "Post", Ben Bradlee, no creían que estaban descubriendo nada. Sólo estaban obsesionados con la tarea que les habían encomendado y con respetar el ABC del periodismo clásico: llegar a la verdad contrastando hechos, opiniones y fuentes con la realidad. Con armas tan sencillas pero sostenidas en el tiempo -publicaron casi todos los días un artículo sobre el "Watergate" durante dos años- lograron descifrar el intrincado y pesado edificio que Nixon había ordenado construir, innecesariamente, para espiar y sabotear a sus opositores. Quizás la única novedad que introdujeron los "Woodstein" fue la del uso de fuentes anónimas, para sostener algunas informaciones, metodología que al principio ponía los pelos de punta a los jerarcas del tradicional "Post", acostumbrados a que sólo fueran posibles las citas con nombres y apellidos. Pero, a diferencia de los periodistas que después fundaron una verdadera industria de la fuente anónima -ya sea para suplir el olvidado deber de contrastar opiniones, ya sea para introducir opiniones, soterradamente-, los "Woodstein" aún hoy se niegan a revelar quién es "Garganta Profunda"; este es (¿fue?) el principal informante del "Watergate", en torno de cuya identidad circula toda clase de leyendas. Prometieron que a este secreto, uno de los pocos de las historia del periodismo -oficio caracterizado como pocos por el rumor y la falta de reservas-, se lo llevarán a la tumba.

Sólo para funcionarios
Cuando todas las puntas de la investigación periodística del "Watergate" conducían inexorablemente a la Casa Blanca, "Garganta Profunda" les advirtió a Woodward y a Bernstein que estaban siendo vigilados y que sus vidas corrían peligro. Los periodistas, entonces, fueron a la casa del director del "Post". Estaban muy asustados, pero más aún por las consecuencias institucionales que las ollas que estaban destapando podían provocar. "Aquí no está en juego sólo el futuro de un presidente, sino la primera enmienda de la Constitución, que postula la libertad de prensa", los animó Bradlee. Fue así como siguieron escribiendo y contándoles a sus lectores lo que estaba sucediendo. Ese era su deber: decir la verdad, nota a nota, cayera quien cayera. En ese cotidiano y laborioso describir los hechos residía el derecho de informar y de estar informado, cobijado por la primera enmienda. Y eso era más importante para el sistema democrático y para la salud de las instituciones, según la lección de Bradlee, que la efímera caída de un gobierno. Esta es la gran conclusión del "Watergate". ¡Ojalá se tomara nota de ella en Tucumán, provincia en la que muchos funcionarios y legisladores azuzan el paranoico fantasma de la conspiración o de los operativos de prensa cada vez que se ponen de manifiesto sus desaguisados!

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