El oro caerá por su propio peso en el pecho de Las Leonas. Es una simple cuestión de tiempo. Esta quinta medalla olímpica ratifica todo lo que se viene haciendo bien desde hace décadas y la conformación del plantel, en el que despuntan muy buenas jugadoras jóvenes, asegura el futuro. La rueda del hockey no se detiene y así es como funciona el deporte de alto rendimiento, con un sistema que se retroalimenta todo el tiempo. En ese sentido, Las Leonas encajan en el modelo virtuoso que los Juegos nos recuerdan y explican. Modelos que cada cuatro años nos prometemos imitar, pero después dejamos en el camino.
Hay una tríada -talento, trabajo y sacrificio- que identifica al común de los atletas de elite. Pero se necesita algo más para habitar los podios olímpicos y es una estructura: logística, planificación, infraestructura, recursos humanos y económicos. Es la que ofrece el rugby y derivó en el bronce de Los Pumas. En el caso del hockey, más allá de algún cimbronazo institucional, ese respaldo a un proyecto iniciado con las niñas en los clubes y coronado por Las Leonas, también está consolidado. No hay otra explicación para una medalla.
Después están las rivales, claro. En otros tiempos el choque era contra el muro australiano; hoy las mejores son las neerlandesas. Pero a cada bestia negra le llega su hora. Si lo sabrán Los Pumas, a quienes les llevó una vida derrotar a los All Blacks. Hoy, más que de “naranja mecánica” hay que hablar de “naranja atómica”. Por eso el resultado de la final de Tokio no permite dudas, discusiones ni reproches. La cuestión será seguir trabajando, recorriendo el mismo camino, insistiendo hasta que el oro, por su propio peso, caiga del lado albiceleste.
Lo que Las Leonas proponen, además de admiración por sus logros interminables, es esa emocionalidad contagiosa que tanto disfrutamos los argentinos. Con distintos discursos, retóricas y maneras, es lo que une a Sergio Vigil con Carlos Retegui, entrenadores que hablan con el corazón. Arengan y no con palabras vacías ni lugares comunes. Por eso, cuando Belén Succi llora porque está despidiéndose de un seleccionado al que le dio todo, dan ganas de abrazarla a la distancia. Por eso tantos aplausos por la plata conseguida, en un país que llama fracasados a los subcampeones y considera que los segundos puestos no sirven para nada.
Las Leonas juegan y corren, piensan y luchan, son generosas y solidarias. Empezaron los Juegos perdiendo por goleada con Nueva Zelanda y no modificaron las formas ni el objetivo. Siguieron en lo suyo, fueron creciendo y expusieron toda la jerarquía en los momentos decisivos: cuartos y semifinales. A ese juego físico, intenso, de mucha presión y orden en todas las líneas, le costaba el gol, que apareció cuando ajustaron el córner corto. Les alcanzó contra todas, menos contra las neerlandesas, y era previsible.
No sólo es cosa de enorgullecerse de Las Leonas, sería importante atender todo lo que enseña la cultura interna que han creado y es la base de sus logros. Cada jugadora que se pone la camiseta incorpora un código de trabajo y de convivencia que es irrenunciable. Una suerte de mística que trasciende lo deportivo y apunta al espíritu de grupo, a los consensos y al compromiso colectivo. De otro modo hubiera sido imposible que ganaran cinco medallas olímpicas. Las jugadoras pasan, por más extraordinarias que sean -Luciana Aymar-, y la cultura de equipo queda.
El oro caerá por su propio peso. Ojalá que sea en París, Juegos que están a la vuelta de la esquina. Algunas de estas jugadoras no estarán, varias seguramente mantendrán la presencia, otras vienen pidiendo pista desde abajo y esa es la mejor noticia. Mientras, es momento de disfrutar la medalla olímpica que Las Leonas sumaron a su maravillosa galería, de celebrar con ellas ese podio en el que lucieron radiantes. Y desde lo más profundo de la tucumanidad, subrayar que Vicky Sauze Valdez rompió el maleficio y nos regaló esa medalla que nos era esquiva. Tenía que ser una Leona.