Ante cada competencia internacional masiva en la que hay deportistas argentinos, apenas despuntan los resultados asoma el muro de los lamentos criollo. Pero superado el momento y según pasan los días, todo vuelve a ser como era antes. Es decir, una feroz pelea interior de la mayoría de los atletas con un entorno exterior amplio que apenas si les brinda apoyo. Y, lo que peor, los valora sólo si llegan al éxito.
En el país de la memoria corta y del olvido largo, hay otras cuestiones que se dirimen mientras se está en una cita como los actuales Juegos Olímpicos de Tokio. Por ejemplo, que el deporte es tan gentil y democrático, que acepta en estos días todo tipo de opiniones, y de “opinadores”. Pero de ejecutar planes reales, concretos, extendidos en el tiempo, entendidos como una exaltación de la salud del cuerpo y del espíritu, hay poco. A veces nada. Lo real es que ante cada cita bajo la bandera de los cinco anillos, gran parte de los que van a competir lo hacen movidos por la voluntad inquebrantable de la superación personal. Algunos tienen el apoyo de sus federaciones y asociaciones. Otros reciben becas oficiales. Pero nada de ello representa una ayuda que les permita vivir de lo que hacen. Los que llegan están felices sólo por haber clasificado. Si logran destacarse (y mejor si es con una medalla), felicidad completa. Pero la procesión les va por dentro.
En algún momento de la escena asoma aquello de lo heroico de un logro. Pero no debería ser así. Eso suena a que lo conseguido es puro azar, que no hay mérito. Lo del bronce del rugby es histórico por ser una primera vez, pero no heroico: su presea tiene detrás un proceso largo y razonable, midiéndose con los mejores. Eso llevó tiempo, dinero, esfuerzos, lágrimas.
¿Llegará el día en que se defina qué política deportiva establecer, y ejecutar? Y, con ello, definir el valor de nuestro representantes como embajadores ante el mundo. Sin demagogia, ni promesas vanas. Así como vamos, el muro de los lamentos nunca tendrá un final.