Marta, la mujer que se crió en la Casa Histórica
La mujer pasó su infancia correteando entre los jardines y el templete protector del Salón de la Jura, al que ella llamaba “el cofre”. Siempre bajo la atenta y tierna mirada de su abuela, Dominga Herrera de Lobo, la custodia del solar. A los 88 años, Marta recrea aquel inolvidable y lejano Tucumán.
- Yo me crié en la Casa Histórica.
- ¿Cómo que se crió en la Casa Histórica?
- Sí, como le digo. Mi abuelita era la custodia. Jugábamos en los jardines, festejábamos los cumpleaños, las Navidades, el Año Nuevo. Ahí también se hizo el casamiento de mi mamá. Mire esta foto.
Marta Bellagamba encuentra entre las imágenes desparramadas sobre el mesón una pequeña, más sepiada que blanco y negro. Se ve a una niñita acariciando a una perra y hay unas plantas de fondo.
- Esa soy yo en el jardín de la Casa Histórica. La perrita se llamaba Chicha.
No es sencillo determinar lo más extraordinario de los 88 años de Marta, si su memoria o su vitalidad. Está impecable, va y viene, aporta datos y anécdotas en los momentos precisos, es sagaz y le aflora el buen humor. Y además Marta está convencida de que esta historia que tiene para contar es valiosa, única. Siente que es el legado más importante que puede dejarle a su gran familia (siete hijos, 16 nietos, 16 bisnietos). Marta, sin decirlo, habla de identidad.
Desde aquel tiempo, cuando era más “casa” que “histórica”, el relato de Marta va encastrando hechos y personajes. Casi nada era como lo conocemos hoy: había una fachada de estilo francés delante del Salón de la Jura, protegido por un templete. “Al templete nosotros le decíamos ‘el cofre’”, apunta Marta. La reconstrucción y posterior declaración de Monumento Histórico Nacional se produjo en el período 1941-1943. Años antes, desde 1933, Marta correteaba por los patios, jugando a la pilladita con el hijo del doctor Garvich, dueño de la aledaña tienda San Roque. “¡Qué buenos vecinos teníamos!”, subraya.
La que mandaba en ese micromundo, como imbuida del espíritu de Francisca Bazán de Laguna, era doña Dominga Herrera de Lobo. A su marido, Nicolás Lobo (1849-1935), intachable empleado de la Oficina de Correos, lo habían designado custodio de la propiedad y allí se instaló, en las habitaciones contiguas al segundo patio. “Ese era mi Tatata”, explica Marta, aunque apenas llegó a conocerlo.
Desde la muerte de su marido Dominga asumió la responsabilidad de proteger la casa de los tucumanos. Pero no estaba sola. El matrimonio, muy a la usanza de la época, había reemplazado los hijos naturales que no llegaron por varios de crianza. Entre ellos estaban las hermanas Herrera, arribadas a la capital desde Yánima: Antonia, Angélica, Segunda y Filomena. Angélica, casada con Remo Bellagamba, fue la mamá de Marta.
“Mi abuela me envolvía en una manta para llevarme temprano a misa en Santa Domingo. Salíamos por el portón de la 9 de Julio, cruzando la cancha de básquet que había ahí. ¿Sabe? A esa manta todavía la tengo”, cuenta Marta. Ella está en plena mudanza y a caballo del trajín van apareciendo papeles, fotos y objetos, como una medalla que acredita la visita del presidente Roque Sáenz Peña a la Casa Histórica. Pero, por sobre todo, los que vuelven son los recuerdos.
“A ver... Eran tres habitaciones, un antebaño con pileta de lavar y el baño. Al final de la galería, con su hermosa Santa Rita, estaba la cocina. El jardín con el aljibe... Hasta plantaron unas diamelas porque a mí me gustaban. Sí, así era la casa. Me acuerdo de ese comedor en el que mi abuela preparaba las recepciones para las autoridades y los invitados. Siempre con una copita de licor acompañando el café”, cuenta Marta, a quien le tocó ser protagonista en más de una ocasión. “A Evita la tuve al lado -revela-, paradas en la vereda de la Casa. Y cuando vino el presidente Pedro Ramírez me tocó recibirlo y entregarle un ramo de flores. Después me mandó una tarjeta de agradecimiento, escrita de puño y letra”.
Marta también lleva grabada esa calle Congreso de los años 30 y 40, que era a fin de cuentas una cuadra más de la ciudad. Allí vivían los Padilla y los Iramain, funcionaban las tiendas San Roque y La Victoria, la farmacia del matrimonio Pérez, la óptica de Luis Kratzov, otra tienda que vendía vestidos y sombreros. Circulaban más coches de plaza que automóviles. Tucumán se desperezaba buscando la modernidad mientras, puertas adentro, la Casa Histórica parecía suspendida en un tiempo propio e impenetrable.
Doña Dominga falleció el 11 de febrero de 1948. LA GACETA la despidió con un obituario a la altura de sus 42 años de servicio en la Casa Histórica. “En plena juventud se hizo cargo de esa delicada función”, advertía el diario, y la calificaba de “virtuosa dama”. Marta lloró a esa abuela que, de tanto mimarla, le proporcionó la más feliz de los infancias.
Como suele suceder en estos casos la tradición familiar jugó a favor. Por eso la custodia de la Casa Histórica pasó a Antonia Herrera -tía de Marta- y a su marido, Alfonso Zóttola. Y allí se quedaron, hasta jubilarse a fines de los 70. Los años transcurrían y en 1952 Marta se casó con Bonifacio Escudero. Se abría para ella otro mundo: la condición de esposa, de madre, de profesional en la docencia.
Era otra etapa, pero con una dinámica conocida. Porque ya no era Marta la que jugaba en salones y jardines, sino sus hijos e hijas. Para María Angélica Escudero, una de ellas, decir Casa Histórica era como decir “la casa de mis tíos”. “Nos quedábamos a dormir y había que levantarse temprano porque mi tío tenía que abrir para recibir a los visitantes. A veces me río cuando vienen a contarme sobre la Casa -sostiene María Angélica-. ¿Sabe qué les respondo? Que yo soy parte de la historia”.
Marta la mira y sonríe. Cuenta que hace un tiempo volvió a la Casa Histórica para entregar algunos documentos que había encontrado. Habrá que ver cuál es el destino que le dará al material que va emergiendo durante la mudanza. De todos modos, lo esencial de su historia no es una pieza de museo. Marta y la Casa Histórica forman una pareja cimentada en ese sentimiento mágico e intangible llamado amor.