¿Me permiten el grito de guerra nacional ante cualquier cosa que nos sale bien cuando nos lucimos ante el mundo? ¡Vamos Argentina todavía! Ahora, nos pongamos serios. Cuesta, después de lo que vimos anoche por televisión, con la Copa América en manos de los jugadores de la Selección.
Precalentamiento al ritmo de “En vivo es vida”, la canción de Opus que Diego Maradona hizo suya. Para la primera final de la Selección desde que el “10” se fue, todo un homenaje. Y una premonición.
Abrazo entre Lionel Messi y de Neymar antes del inicio del juego: estrellas sonrientes aunque sin perder de vista ni un ratito el partido que los podía hacer ganar por primera vez la competencia continental. Rostros serios de la mayoría. Alguna broma entre jugadores que se conocen por jugar en clubes de Europa. Himnos, formaciones, minuto de silencio y ¡a jugar!
Extraños primeros minutos. Tan extraños que, en la primera llegada argentina, vino el gol. Que más que gol fue un golazo, con esa zurda sabrosa de Ángel Di María, definiendo de emboquillada por sobre el cuerpo de Ederson. Pero si lo que hizo “Fideo” fue poesía con su pie, qué decir del larguísimo pase de Rodrigo De Paul, de más de 40 metros, para desbaratar a todo el fondo brasileño, pelotazo que el hombre de PSG bajó como los dioses.
Antes de la conquista, hubo una secuencia ininterrumpida de golpes, roces, interrupciones, nervios, jugadores al piso, protestas y pelotas divididas. Metidos en esa afanoso trajinar típico de una final, ni Brasil pudo inquietar a Emiliano Martínez, ni Argentina a Ederson.
Después del 1-0, el equipo de Tite trató de responder. Pero lo hizo con más voluntad que juego. Es decir, como sea. La Selección se permitió asfixiar a cada rival que tenía la pelota, sin importar en qué lugar del campo se ubicaba. Varias veces, lo hizo al límite mismo de cargarse de tarjetas amarillas.
Parecía que Brasil podría más. Pero no, fue Argentina la que acercó peligro. Di María tuvo otra oportunidad de gol luego un regate por derecha; su remate pegó en un defensor local. Y Messi, a los 32’ encaró y sacó un zurdazo desde fuera de área, que se fue desviado. Desde entonces y hasta el final, mas intención que concreción. Lo que simplificó los planes de los de Lionel Scaloni.
Sí, no me digan. El segundo tiempo fue un parto, un sufrimiento con los ojos puestos en el reloj que avanzaba inexorable, pero que parecía correr más despacio que nunca. Corazones paralizados cuando Richarlison marcó a los 7’, aunque pronto recuperamos el aliento al ver la bandera en alto del juez de línea por posición adelantada del brasileño. Escena repetida dos minutos después, cuando el mismo Richarlison sacó un remate que “Dibu” Martínez sacó de forma maravillosa.
La “Canarinha” fue y fue, buscando tozudamente ese empate salvador, equivocando los caminos. Un equipo sentido, como esos boxeadores que saben que van perdiendo la pelea por puntos y necesitan un nocaut. Argentina se hizo gigante atrás, con Nicolás Otamendi fajándose con todos, con Gonzalo Montiel jugando el partido de su vida (y terminándolo con su tobillo sangrante), con Cristian Romero casi en una pierna, pero firme, con De Paul gigante, bancando todo.
A poco del final, con los nervios de punta, Danilo y Gabriel “Gabigol” Barboza pudieron marcar el empate. Al ratito, Messi y De Paul tuvieron en sus pies el tanto de la sentencia.
¡Cuánto falta, referí! (el grito atravesaba la Argentina)
El partido se fue muriendo, como fue muriendo la eternidad de la espera por ver por fin a la Argentina levantar una copa luego de 28 años de manos vacías. En fin, dicen que sin sufrimiento no hay alegría.