No importa la verdad, sólo importa tener razón. Y para ello, toda verdad, todo dato de la realidad, o aún una prueba científica, será desestimada, negada e incluso vapuleada y atacada.
Esa es la consigna que le impone a la sociedad la clase política argentina.
Ya en sí es complejo definir qué entendemos por “verdad”. Pero podemos coincidir en que la verdad es un concepto, juicio o proposición que se construye en base a consensos.
Así convenimos, por ejemplo, que cuando hay sol es de día y cuando no hay sol es de noche. Sin embargo, en las argumentaciones de la política argentina puede ser de día o de noche, indistintamente de dónde se encuentre nuestra estrella madre.
Durante los años electorales la discrecionalidad política y la parcialidad discursiva se agudiza o se agrava. Digamos que la verdad pasa a valer exactamente nada.
El axioma proselitista argentino de cabecera es: “No dejes que la verdad te estropee un buen titular”, frase que se le atribuye a William Randolph Hearst, magnate y político estadounidense, creador de la prensa amarilla o periodismo sensacionalista.
La vida de Herst fue retratada por Orson Wells en uno de los grandes clásicos del cine, El Ciudadano Kane (Citizen Kane).
La famosa frase de Hearst, que recobró notoriedad hace poco por la película Spotlight (En primera plana, en Hispanoamérica), cuenta con varias versiones: “No dejes que la realidad te arruine un buen reportaje”; “No permitas que la verdad te destruya una gran historia”, etcétera.
Hay otra polémica frase del despiadado Hearst que es muy famosa en los círculos mediáticos: “I make news” (Yo hago las noticias o yo fabrico las noticias).
Un concepto que se hizo carne en la política nacional, que abrazó con pasión el arte de las “fake news” o noticias falsas.
En realidad, tanto las noticias fabricadas por Hearst como las noticias falsas son mal llamadas noticias, porque no lo son.
Una noticia es o no es, pero no es falsa. Es delgada la diferencia, pero sustancial, porque al admitir el concepto de “noticia falsa” le elevamos el estándar al fraude, al engaño.
Como cuando naturalizamos que robar es “un trabajo”, o como cuando edulcoramos una condición de esclavitud o de explotación con eufemismos como “precariedad laboral”.
Esto lo vemos muy seguido cuando hacemos referencia al trabajo doméstico, al empleo rural o a la venta ambulante. Les decimos gente en situación de “precariedad laboral” y así nos sacudimos la culpa, como si fuera caspa en la solapa del traje, de convivir con esclavos.
Argentinidad al palo
En este país el negacionismo sistemático de la clase dirigente y la falta absoluta de autocrítica contiene un agravante que no es menor: no mentimos sobre nuestras propias fortalezas, sobre nuestros proyectos y bases políticas, sino que lo hacemos sobre las debilidades del adversario, sobre los errores, o supuestos errores, del oponente.
Desde hace décadas que los discursos dominantes o mayoritarios se sustentan sobre el ataque al enemigo, antes que sobre nuestros propios aciertos o equivocaciones.
El doctor Guillermo Alonso Muruaga me propuso hace un tiempo hacer el siguiente ejercicio: pedirle a algún fanático, a los odiadores seriales de cualquier lado de la grieta, que argumente su posición política sin mencionar al enemigo. Pedirle a un kirchnerista que defienda sus ideas sin mencionar a Macri, o pedirle a un macrista que fundamente sus convicciones sin hablar de Cristina. Lo pusimos en práctica y francamente les resulta imposible.
Más tarde o más temprano, en las fundamentaciones surge el nombre del otro, la culpa del otro, el fracaso del otro, hasta que terminan detallando una larga lista de defectos y fracasos de la otra vereda. Y muchas veces a los gritos (que no es otra cosa que impotencia).
Lo estamos viendo de forma contundente en la campaña electoral que ya está en marcha (en realidad, este país vive en un estado de campaña permanente, eterna).
Todos los candidatos, sin excepción, sostienen sus discursos atacando a la oposición. No existen propuestas, no hay una mirada hacia adelante, el futuro no existe. Lo único que existe es lo mal que hizo o está haciendo uno y lo mal que hizo o está haciendo el otro. Es sinceramente desesperante, porque es el estado al que sucumbe quien ha perdido toda esperanza.
“Procuremos más ser padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado”, aconsejaba Miguel de Unamuno, el sabio escritor y filósofo español perteneciente a la llamada generación del 98. Y a propósito de desesperanza, con un enfoque también optimista, Unamuno decía: “Jamás desesperes, aún estando en las más sombrías aflicciones, pues de las nubes negras cae agua limpia y fecundante”.
Ahora bien, ¿este es un fenómeno argentino o es extensivo a la política mundial?
Más allá de que se trata de una pregunta retórica, ya que hace 800 palabras que estamos respondiéndola, hay más evidencia.
“Argentina es uno de los países más politizados del mundo; la sociedad argentina está hiperpolitizada. Si vemos en los países más desarrollados, vemos que lo que decide la dirigencia no afecta siempre directamente al ciudadano, mientras que en la Argentina estamos acostumbrados a que la dirigencia se nos meta en todos los órdenes de la vida, y con la pandemia aún mucho más”, opinó el periodista Jorge Liotti, editor jefe de la sección Política del diario La Nación, durante una de las charlas organizadas por la Universidad Argentina de la Empresa (UADE), en el marco de la “Semana del Periodismo 2021”, que se llevó a cabo esta semana de forma virtual.
Y prosiguió Liotti: “Las audiencias en este país están hiperpolitizadas, y más en el contexto actual, donde las plataformas digitales de los medios de comunicación y las redes sociales generan una dinámica informativa que tiende a la sobre simplificación. Es una tendencia a una retroalimentación segmentada, la famosa cámara de eco, en donde tanto políticos, medios y audiencias se retroalimentan en círculos que no tienen conexión”.
Cuando el periodista habla de cámara de eco, se refiere a que las audiencias tienden a reforzar el sesgo de sus pensamientos, en vez de buscar dinámicas que le permitan hacer comparaciones o buscar elementos de equilibrio, de puntos intermedios.
“Es una tendencia de hiperpolarización que tiende a generar grupos inconexos”, agregó.
Esto hace que esas audiencias sean cada vez más fácilmente influenciables y que las redes sociales tengan una incidencia mucho mayor.
Está estudiado que el 90% de las publicaciones que realizan los trolls políticos en las redes sociales y en los foros de los medios están dirigidas a horadar, a desacreditar o a lastimar al adversario, ya sea interno o externo.
Lo comprobamos por nuestros propios medios en los dichosos y también exasperantes grupos de WhatsApp, donde la mayoría de las publicaciones políticas, y los incomprobables “reenviados”, están dirigidos a difamar al adversario, y aunque fuera una mentira, a ningún agrietado le preocupa eso.
La mirada externa
Liotti hacía referencia, obviamente, a los grupos de las alianzas mayoritarias, a los talibanes más fisurados, a los que antes de ser ellos mismos son “anti” algo.
Después existen audiencias más selectivas, más críticas, más inteligentes si se quiere, que buscan otro tipo de datos y no sólo la confirmación de lo que ya piensan.
Son audiencias rigurosas y pese a que son muy exigentes con la información de los medios, son los lectores más valorados por el periodismo profesional.
En 2017 mantuvimos, junto a referentes de la cultura tucumana, una reunión en Río de Janeiro con Florencia Riveros, agregada cultural del Consulado General de Brasil, ex embajada de ese país.
Brasil atravesaba por momentos convulsionados. Un año antes había sido destituida por el Senado Dilma Rousseff, y había asumido en su lugar el vicepresidente Michel Temer.
Le preguntamos a Riveros sobre la situación del país y nos sorprendió su respuesta. Nos dijo que Brasil no era como la Argentina, que era una sociedad muy despolitizada. Que quizás habíamos visto algunas marchas por televisión en medio de la crisis, que tal vez nos habían parecido numerosas, pero que en un país de 200 millones de habitantes eran movilizaciones de grupos minoritarios, más radicalizados, que no representaban al 90% de la población. Dimensionó que la mayoría de los brasileños vive al margen de las idas y vueltas de la política y que los escándalos y las protestas tenían más repercusión mediática en Argentina que en el propio Brasil.
La agregada cultural nos contó que el brasileño más educado, digamos de clase media, siente admiración por la Argentina, por su cultura, por sus universidades, por sus teatros y, sobre todo, por la masiva participación cívica de los argentinos.
Dijo que los brasileños miran con cierta envidia cómo en Argentina hay marchas y protestas todos los días, por cualquier tema, a lo largo y a lo ancho del país.
No pudimos evitar soltar una carcajada. Nos admiraban por lo mismo que nosotros odiábamos.
En Perú vivimos una experiencia similar en 2018. Llegamos a Lima justo un día después de que renunciara Pedro Kuczynski, por el escándalo del lavado de activos, conocido como Lava Jato, hecho por el que aún está preso.
La asunción de su sucesor, Martín Vizcarra, se llevaba a cabo en las escalinatas del Palacio de Gobierno, de cara a la Plaza Mayor de Lima, donde en simultáneo se realizaba una protesta contra la corrupción (En Perú hubo cuatro presidentes en los últimos cuatro años).
A la asunción de Vizcarra la observaban unos cien seguidores suyos, mientras que en la marcha habrá habido otras cien personas. El resto de la plaza, un lugar neurálgico y muy concurrido en Lima, estaba colmada de gente que iba y venía como si no pasara nada.
Algo impensado en Argentina, donde esas dos facciones, con seguramente miles de personas de ambos bandos, hubieran desbordado Plaza de Mayo, separados por cientos de policías, camiones hidrantes, vallas, y probablemente con violencia, gases y balas de goma.
Esta encerrona de odio lleva demasiado tiempo y no hay perspectivas de que esto cambie, a juzgar por los discursos y las acciones de nuestros dirigentes. La verdad es un consenso y si no hay consenso termina imponiéndose la mentira, que conlleva al fraude, a la corrupción y a la violencia.
Como conclusión, molestamos una vez más al gran Unamuno recordándolo con una enseñanza ejemplar: “Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha”.