Cuando se difundió el proyecto del Monumento al Bicentenario las respuestas fueron mayormente críticas. Hay que revisar las publicaciones de la época -apenas cinco años pasaron-: le dijeron de todo, desde adefesio a elefante blanco. Y más aún: se pronosticó una inevitable cadena de accidentes. Claro, quienes viajaban a toda velocidad por Mate de Luna se incrustarían en esas moles de cemento que nadie entendía bien para que servirían. Un par de días después de la inauguración, durante aquel julio de 2016 que saludó los 200 años de la Independencia, la opinión pública ya se ocupaba de otros asuntos. Y allí está el Monumento, inserto en el paisaje urbano, sin entorpecer la circulación ni afear en lo más mínimo el entorno. Nadie se incrustó en la plazoleta que lo rodea (crucemos los dedos). La ciudad lo adoptó, se verá con el tiempo hasta qué punto la sociedad le toma cariño. Tal vez todo esto sea una anécdota divertida cuando en 2116 se desentierre la cápsula depositada a los pies de las columnas. Leerán ese día -suponemos- el mensaje que les hemos legado a los tucumanos del siglo XXII. Hasta aquí ese texto se mantiene celosamente custodiado por el Monumento, que no existiría si se le hubiera hecho caso al humor ciudadano del momento.
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Por suerte existen los archivos para comprobar cómo ese comportamiento conservador y desconfiado se replica. Esto va más allá de las épocas y de las geografías: las cosas que dijeron los contemporáneos cuando emplazaban la torre Eiffel, o la neoyorquina Estatua de la Libertad, o el porteñísimo Obelisco, provocan sorpresa e incredulidad. A todos se los tachó, cuanto menos, de ridículos. Es una praxis social arraigada, que en Tucumán se potencia con la forma de un descontento permanente. Por ejemplo, reclamando que se ejecuten obras públicas, y acto seguido quejándose cuando esas obras alteran el status quo (por ejemplo, el tránsito). Ese gataflorismo ciudadano parece un ruido, pero es en realidad un susurro acallado cuando se cortan las cintas y el pensamiento de largo plazo gana la partida. Enfocarse en una visión y perseguirla por medio del hacer diferencia al estadista del político ordinario. El primero aguantará el barullo circunstancial, convencido de que el tiempo le dará la razón; el segundo aplicará el freno de mano con tal de no encrespar a los votantes.
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El Paseo de la Independencia, por caso, fue objeto de múltiples rechazos. Si peatonalizar el entorno de la Casa Histórica fue toda una discusión, extender esa condición a Congreso primera cuadra parecía la previa del apocalipsis. Sucedió hace un puñado de años y nadie parece acordarse de los fuegos artificiales de indignación que se habían encendido. ¿A quién se le ocurriría hoy abrir esas calles al tránsito vehicular? ¿Y qué tal reinstalar una estación de servicios, como la que funcionaba en la esquina de Congreso y San Lorenzo, en la manzana de la Casa Histórica y a escasos metros del Salón de la Jura?
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Muchísimo se escribió acerca de la batalla que libró Lola Mora contra la opinión pública hasta conseguir que su Libertad coronara la plaza Independencia. No sólo por el hecho de desplazar a Manuel Belgrano a barrio Sur; también por la naturaleza de la obra que nos estaba legando. Y por su condición de mujer, vale subrayarlo. El enraizado rechazo a lo transformador se manifiesta de distintas maneras y en sociedades tan reaccionarias como las que cruzan el NOA los motivos no se quedan en lo funcional, en lo estético o en lo político. Si la decisión hubiera quedado en manos de buena parte de la opinión pública tucumana de 1904 la Libertad no estaría hoy en nuestro paseo mayor. Afortunadamente, Lola Mora contaba con auspiciantes tan poderosos como Julio Argentino Roca, entonces Presidente de la Nación. Así se va escribiendo la historia.
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Cuando se habla de paisaje urbano confluyen dos factores. Hay uno objetivo, determinado por los elementos que lo van conformando. Nuestros edificios, monumentos, calles y parques se entretejen en esa red. Pero no menos poderoso es el factor subjetivo, porque lo que incide allí es la percepción que tenemos de la ciudad, cuál es el filtro que elegimos para mirarla, las emociones positivas o negativas que nos genera. Por eso no hay paisaje urbano homogéneo ni granítico, por más que las construcciones, el cerro San Javier o el río Salí estén ahí. Hay una cuestión identitaria en la que nos reconocemos como habitantes de una urbe, pero no todos nos comportamos de la misma manera cuando interactuamos con ella. Esa subjetividad, en el caso de San Miguel de Tucumán, remite a un pasado dorado, en el que todo fue mejor, y a un presente que es puro descontento. En ese sentido, la obra pública nunca será suficiente para reconciliar a los tucumanos con el paisaje urbano. Es un trabajo colectivo, en el que la sociedad debe poner su parte. Si la actitud de base es desconfiada y netamente crítica siempre será un ejercicio de suma cero. Esto no es para nada menor.
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El puente de Mate de Luna y Amador Lucero ya es un recuerdo. El miércoles terminaron de retirar los pilotes. La promesa municipal demoró tres meses en cumplirse, hasta que con la llegada del frío se concretó en unos pocos días. Quedó una imagen desacostumbrada, una foto límpida, como cuando se remueve un mueble instalado desde hace largo tiempo y se nota en el ambiente ese espacio vacío. Pronto lo ocupará un nuevo puente, más moderno, integrado con el entorno y capaz de agilizar el tránsito peatonal en una esquina sobrecargada. La jerarquización de los bulevares también es una buena noticia. El puente conecta dos barrios tradicionales de la capital, Ciudadela y El Bosque, con lo simbólico que eso representa. Hasta aquí no se escucharon voces en contra de la instalación de esta flamante estructura, promocionada en la prensa y en las redes sociales por medio de renders. Es, de por sí, otra buena noticia.
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La oportunidad sirve para advertir sobre el otro puente, mellizo del de la Mate de Luna, que cruza la avenida Benjamín Aráoz a la altura del lago del parque 9 de Julio. Esa pasarela también está clausurada y el sentido común indica que si a uno lo retiraron porque estaba colapsado, el otro -igualmente carente de mantenimiento a lo largo de los años- no puede ofrecer una condición muy distinta.
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Hace algunas semanas en esta columna quedó señalado el descuido en la fachada de la Dirección de Obras Públicas Municipales (Mate de Luna y Paso de los Andes). Era todo un contrasentido: justo la repartición encargada de velar -entre otras misiones- por la belleza de la ciudad lucía en malas condiciones. Pues bien, está prácticamente terminada la pintura del frente, como se aprecia en la foto. Se cambió el rosado anterior por un tono similar al que exhibe el vacunatorio vecino. Hay entonces un criterio de integración que se aprecia a simple vista. Además el jardín luce un poco más limpio y el pasto está mejor cortado. El problema allí es de seguridad y de iluminación, porque al estar más alejada de la avenida y al amparo del arbolado, la escalinata suele usarse como sala de reunión y de consumos varios. La cuestión, siempre, es mantener encendidas las alertas cuando la ciudad lo reclama y aplaudir con idéntica constancia cuando se ponen manos a la obra. Como en este caso.
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Dentro de una semana, el 9 de julio, podremos recorrer la plaza Independencia y valorar todo lo que allí se está haciendo. Desde ya queda asentado un pedido/invitación/ruego: si no la cuidamos, tanto esfuerzo y tanta espera habrán sido inútiles. La recuperación de la Fuente de los Leones, por ejemplo, es un trabajo excepcional. Hasta aquí, todos los arreglos que se hicieron en esa fuente, a lo largo de décadas, fueron neutralizados por el vandalismo y por la desaprensión de quienes la usaron como basurero. Si ese comportamiento no cambia, la fuente seguirá formando parte de un paisaje urbano condenado al rechazo y el deterioro.