Ver un deportista debatiéndose entre la vida y la muerte en el lugar donde habitualmente hace su trabajo siempre será un golpe al corazón. A los sentidos. Nos haremos preguntas, contendremos la respiración, lamentaremos el destino infortunado del protagonista, mientras los segundos pasan. Pero también nos dejaremos llevar por el morbo de querer saber y ver más de lo que está sucediendo, más allá de lo que los medios serios muestren. Más en estos tiempos de un “gran hermano” global, con cámaras de celulares disparando sus balas de fotos y videos.
Pero hay circunstancias que se dan en momentos así que permiten creer que la estupidez humana de registrar en imágenes la banalidad, en ocasiones da paso al respeto. Sucedió con los fanáticos, que de ver un partido pasaron a ser espectadores de una situación sensible. Y estuvieron a la altura. Es más, hasta podríamos suponer que toda esa energía humana puesta en cadena deseando la recuperación de Cristian Eriksen tiene que haber ayudado de alguna manera a las manos que lo trajeron de un final que quizás, en otra situación, hubiese sido irreparable.
La angustia pasó. Lo sucedido deja aprendizajes. Uno de ellos: que por sobre todas las cosas debe privilegiarse el respeto. Desvirtuada como está la comunicación humana, sobre todo en redes sociales, esta vez vale haber puesto al hombre antes que a sus circunstancias.