Entre los que creen en su existencia, no hay consenso acerca de cuál fue esa ciudad. Dice Jorge de la Paz: “Siete ciudades se disputaron su cuna y la disputa creció con los siglos, añadiendo ciudades. Proclo resolvió la querella, declarándolo ciudadano del mundo. Aristóteles, resumiendo una bella leyenda, afirma que Homero nació en Esmirna, y Plutarco, en su Vida de Homero, lo corrobora. La cita más antigua sobre la Ilíada es la del poeta Semónides de Amorgo que da la rocallosa isla de Quíos como cuna de Homero. Filócoro, en el siglo cuarto, propone Argos. Más tarde, Pilos y Atenas fueron sugeridas. Anímaco, un contemporáneo de Platón, sostiene que Homero nació en Colofón. En el siglo quinto, la gente identificaba a Homero como el hombre de Quíos y en el siglo tres, Salamis, en Chipre, fue propuesta como ciudad natal del poeta”.
Los ocho biógrafos de Homero dan por cierto la vida del poeta. Sin embargo, si optamos por la duda o la negación del individuo Homero, podemos conjeturar que hubo un hombre que escribió dos extensos poemas que perduran. La existencia material de ese hombre anónimo se pierde en el oscuro pasado. Pero tenemos los dos poemas extensos e inigualables. La Ilíada y la Odisea nos permiten ejecutar una operación única. Los versos sucesivos bastan para pensar en el conjetural ciego de Esmirna (homeroi puede traducirse como ciego). Ese hipotético individuo merece existir, aunque más no sea en el momento en que leemos los versos y los adjetivos (Borges repite algunos de ellos en “Las versiones homéricas”). Homero, entonces, no existe y, al mismo tiempo, existe. No existe el individuo de carne y hueso. Existe mientras desfilan una y otra vez los personajes que batallan en la tierra y mientras vemos al astuto Ulises dialogar con el temible cíclope en la penumbrosa cueva o cuando desciende a la isla de los lotófagos. En el Hades, la Odisea refuerza esta idea elemental: Ulises estira los brazos para estrechar a su madre en la preclara oscuridad que comanda Perséfone. La anciana se esfuma. Le explica que en ella abundan las ausencias: no tiene esqueleto ni vísceras; está hecha de sombra.
Allí, en el instante de la lectura, el inefable Homero se convierte para nosotros (sus seguidores) en el autor de esos personajes. Eso basta para creer en la posibilidad de que hubo una vez un hombre que cruzó las aguas turquesas del Mediterráneo para arribar a la fabulosa Atenas, una ciudad que lo recibió con honores. Y podemos pensar que Homero fue discípulo de Femio y que aprendió con él el arte de los aedos y que deambuló por las múltiples islas jónicas cantando las versiones preliminares de sus poemas.
Aunque Homero no exista, podemos imaginar el destino de un hombre que, al final de la tarde, se interna en la cueva de Quíos y compone, con el ubicuo poder de la memoria, los fragmentos de la lucha entre el aguerrido Aquiles y el valeroso Héctor. Con el brioso escudo broncíneo Aquiles da vueltas por las torres altas y persigue a Héctor, cara blanda, y gime por el destino y el fantasma de Patroclo. Aquiles, de pies ligeros, iracundo, alcanza al asesino de su amigo, la lanza brilla un segundo y deja que el enemigo hable un poco muerto. Aún resuena el eco del lamento de Héctor, el parlamento breve entre los muros de la ciudad quemada, el llanto de Aquiles ante el túmulo y el grito de Casandra entre las piedras y aún mana el amplio cúmulo de sangre en el polvo.
Quizás baste con recuperar los diálogos entre los dioses hacia el final del canto XXII o ver cómo vibra la pica enhiesta en la calle junto al carro que tira los caballos de Troya u oír el llanto vertical de Aquiles –el que aprendió con Quirón las virtudes– al enterarse tardíamente de la muerte de su amigo.
El ciego aedo que cruzó múltiples veces el océano, que acaso fue un poeta que cantó muchas veces frente a reyes y que fue leído por primera vez por devotos lectores, es el autor conjetural de dos historias que aún resuenan.
Homero merece existir.
© LA GACETA
Fabián Soberón – Escritor.