“Yo soy el buen pastor -afirma Jesucristo en el Evangelio de San Juan-. El buen pastor da la vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz”.
El Evangelio de Juan, tan distinto a la trilogía sinóptica conformada por los textos de Mateo, Marcos y Lucas, es un viaje metafórico y profundo a la mística del cristianismo. Por este camino Juan iría mucho más allá con su abrumadora pintura del Apocalipsis. Es por medio de Juan que conocemos a este Jesús pleno de simbolismos, autodefinido como un trabajador de la fe, un guardián bondadoso cuya misión va más allá de la protección del rebaño propio. Es un pastor interesado en esas ovejas que integran otros rediles, a las que intenta atraer para que le presten atención. “Pedro, apacienta mis ovejas”, le ordena. “Pedro, tomá la posta y convertite en pastor”, es el mensaje que este Jesús ecuménico retratado por Juan evangelista deja para sus sucesores. Una Iglesia de pastores; en lo posible de buenos pastores. Melitón Chávez fue uno de ellos.
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Hasta hace no mucho era común, para describir un hecho excepcional, apuntar que sucedía “cada muerte de obispo”. Una asociación lógica teniendo en cuenta lo vitalicio del cargo, tiempos en los que un obispo podía permanecer durante 30 años -o más- al frente de una diócesis. Todo lo contrario a lo vivido por Melitón Chávez, cuya labor en Concepción duró apenas 14 meses. Es más, asumió el 19 de marzo de 2020, justo cuando empezaba la cuarentena. Tiempos exigentes, en los que el concepto de “normalidad” se desdibujó en todos los órdenes; tiempo de espíritus angustiados, de dudas existenciales y de miedo. Un tiempo hecho a la medida de los pastores, porque las ovejas, ante la incertidumbre, se desbandan y hace falta una mano cálida y a la vez firme para conducirlas. Ese toque directo al corazón que distinguía a Chávez.
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Desde su nombre y su historia la ciudad está unida a la tradición cristiana. Es la ciudad de la Virgen María, la Inmaculada Concepción. Es todo un desafío para cualquier líder espiritual asumirse pastor de un rebaño orgullosamente destacado por semejante identificación religiosa.
Pero Concepción debió aguardar hasta 1963 para convertirse en diócesis. Hasta ese momento toda la provincia dependía de un único Obispado, con sede en San Miguel de Tucumán (devenido Arzobispado en 1957). El mapa eclesiástico nacional se modificó al compás de los vientos reformistas que soplaron poco antes, durante y después del Concilio Vaticano II y fue así en que un lapso brevísimo de seis años se crearon 29 diócesis. En esa tanda del 63, junto a Concepción fueron consagradas las diócesis de Cruz del Eje (Córdoba), Roque Sáenz Peña (Chaco) y Venado Tuerto (Santa Fe).
Pero no sólo se trató de reconfigurar la administración de la Iglesia; también fue cambiando el perfil de los obispos. Se hizo necesario multiplicar los nombramientos, con tantos puestos disponibles, y aparecieron sacerdotes más jóvenes, provenientes de las clases medias urbanas y con un menor linaje académico que los habituales “príncipes de la Iglesia”. A ese grupo pertenecía Juan Carlos Ferro, que tenía 55 años cuando Pablo VI lo designó primer Obispo de Concepción. Ferro, que era famaillense, había descollado como párroco en Aguilares. Un cura de pueblo, preocupado por el devenir de sus vecinos/fieles, tan futbolero que hasta fue presidente del club Jorge Newbery. Era la clase de pastor que iba delineándose en los debates impulsados por el Concilio, el hombre que hacía falta para recorrer las parroquias dispersas por el sur tucumano y que quedaban, automáticamente, bajo el alero de la flamante diócesis.
Ferro, que incluyó una imagen de los Nevados del Aconquija en su escudo episcopal, se mantuvo 17 años en el cargo, hasta su muerte en marzo de 1980. “Como primer Obispo vuestro os digo: soy el padre y pastor de toda la grey que la Divina Providencia me ha señalado; de todos humilde y sincero servidor (...) de las autoridades civiles, de pobres y ricos, de profesionales, empleados y obreros, de los padres de familia, de la juventud, de la niñez...” Así se presentaba Ferro en su primera carta pastoral, publicada en diciembre de 1963. Le tocaron tiempos complejísimos: el cierre de los ingenios, los alzamientos populares, la violencia política, la militarización del sur provincial, los años más duros del Proceso. Demasiado peso, que sobrellevó con su impronta de misionero.
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La historia de la diócesis es breve, no así el listado de parroquias y capillas que cobija, en un radio que abarca Chicligasta, Graneros, Alberdi, La Cocha, Leales, Monteros, Río Chico y Simoca. En esa geografía hizo pie en 1980 el salesiano porteño Jorge Arturo Meinvielle, portador de un apellido con llamativo peso en la Iglesia nacional. Julio Meinvielle, por caso, es uno de los referentes del nacionalismo católico. Juan Carlos, hermano de Jorge, también se hizo sacerdote.
La efervescencia política, cuando el Proceso había quedado atrás y la Argentina iniciaba una etapa de fortalecimiento institucional, estuvo cruzada durante los 80 con las recurrentes crisis económicas. La historiadora Sara Amenta destaca en uno de sus documentados trabajos sobre la Iglesia tucumana cómo actuaba el obispo en esas circunstancias: “Meinvielle reclamaba ‘que den soluciones o que den paso a los que sepan’; también instó a los laicos para que asuman una opción política como un compromiso evangelizador, como una forma eminente del ejercicio de la caridad, como un apostolado. Reveló además que pudo comprobar que ya hay gente por el interior que pide para comer, porque tienen hambre”.
La carrera de Meinvielle siguió en 1991 con su designación al frente de la diócesis de San Justo, en el conurbano bonaerense. Una zona “caliente” que hirvió al máximo durante la crisis de 2001. Murió en 2003, durante un viaje a Europa.
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La vida de Bernardo Witte, quien sucedió a Meinvielle, navega entre lo novelesco y lo controversial, y da para mucho más que unas pocas líneas. De su Alemania natal, donde combatió durante la Segunda Guerra Mundial -y denunció haber sido confinado en un campo de concentración estadounidense- pasó a la Argentina para desarrollar una ascendente carrera en la jerarquía de la Iglesia.
Encabezó la diócesis de Concepción entre 1992 y su retiro en 2001, lapso en el que se mostró como un obispo a la vieja usanza, focalizado en la defensa de la tradición y legatario de un espíritu preconciliar que expresó en actos y en declaraciones. Fue durante su gestión que el cura Justo José Ilarraz fue incardinado en la parroquia de Monteros, hecho que pasó inadvertido en el momento pero cobraría trascendencia y colocaría a la diócesis de Concepción en el foco noticioso. Pero para eso faltaban varios años. Devoto mariano, Witte murió en Mendoza en febrero de 2015, a los 88 años.
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El siglo XXI, pura actualidad, fue el del dominico José María Rossi al frente de una diócesis que no paró de crecer. Durante casi dos décadas Rossi llevó las riendas con mano firme, hasta que su jubilación abrió las puertas de una sucesión ajustada al perfil que el papa Francisco viene delineando en la conducción de la Iglesia argentina: pastores, determinados por esa esencia misionera que el Concilio Vaticano II había dibujado.
Pastores como Carlos Sánchez, el arzobispo tucumano que despidió emocionadísimo a Melitón Chávez. Hombres consustanciados con el día a día de sus fieles y decididos a captar esas ovejas que campean por rediles ajenos, tal el mandato evangélico. Cuando Jorge Bergoglio deje el Papado la renovación que se propuso plasmar en la Iglesia estará por demás avanzada. Basta con revisar el antes y el después en los nombres, las historias y las iniciativas de los líderes que fue colocando, como piezas de ajedrez, en el tablero del catolicismo nacional.
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El concepto que mejor se ajusta a la figura de Melitón Chávez es el de servicio. Siempre estuvo en el centro de las necesidades, que por lo general se ubican en los márgenes de la sociedad. Un hombre entregado a la causa pastoral, conocedor -por ejemplo- de cada rincón de esa Costanera que recorría con los ojos cerrados, cartógrafo de sus callejones y de sus esquinas, memorioso de los nombres de chicos y grandes con los que se cruzaba. Un hombre preocupado y ocupado, que jamás calló una denuncia, aunque siempre las construyó con las palabras justas.
En 2015 le tocó una parada bravísima: el obispado de Añatuya, una jurisdicción gigantesca, una de las más pobres de la Argentina, cuyo trajín le demandó un gran esfuerzo físico. Y le puso el cuerpo, por supuesto, aún a costa de su salud. Después, ya como coadjutor de Rossi, se preparó para guiar al rebaño concepcionense con todo el entusiasmo.
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Melitón Chávez forma parte de la lista de más de 2.000 tucumanos fallecidos a causa del coronavirus. Se había contagiado dos veces. Tenía 63. Está sepultado en la Catedral de Concepción junto a dos de sus predecesores, Ferro y Witte.
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¿Dónde queda Melitón Chávez en esta historia de una diócesis joven y emblemática como la de Concepción? Por más breve que haya sido su paso, bastó para ganarse el corazón de los fieles. ¿Y en la historia de la Iglesia tucumana? Su figura ganará protagonismo con el correr del tiempo, a medida que vaya proyectándose sobre el carisma de las nuevas generaciones de sacerdotes, para quienes Melitón es un modelo pastoral a seguir. De su accionar queda el registro servicial y misionero, puro amor y caridad. También su protagonismo y la capacidad para aceptar desafíos, aún a sabiendas del sacrificio que implicaban. Melitón apacentó las ovejas, como le enseñaron. Ovejas que de ninguna manera podrán olvidarse de él.